LOS MAPAS DE EDUARDO MUSLIP

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Los mapas de Eduardo Muslip – N. Scheines – 2012

 

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LOS MAPAS DE EDUARDO MUSLIP

 

«Qué horror el lugar donde vivo» (Muslip, 2004 [1995]: 17) son las primeras palabras que publica Eduardo Muslip en un libro[1], y las podemos tomar como punto de partida para sostener que prácticamente toda su producción literaria está marcada por un tema: el espacio, y por un objeto simbólico que condensa el tema: los mapas. En su literatura, todo está signado por ese extrañamiento que produce el acercamiento de las personas a/en un determinado lugar; se trata siempre de investigar y averiguar, con curiosidad de niño, cómo se transita ese espacio. Sus protagonistas no lo saben, y él tampoco parece saberlo. Sólo cuenta con un mapa, una serie de experiencias y una aguda capacidad de observación, que matiza modestamente en un tono de incredulidad, de ‘no entender del todo lo que está ocurriendo’.

Para evitar caer en generalidades, voy a hacer una primera reducción del objeto de estudio. La haré en base a los formatos elegidos por Muslip para sus ficciones: los cuentos y las novelas cortas. Los primeros serán dejados de lado, por no presentar una continuidad y una poética tan clara y homogénea como creo que sí existe en las segundas. Por lo tanto, aunque en varios relatos[2] de la colección de cuentos Examen de residencia (2000) se retomen algunos tópicos y formas de narrar que aparecen en las novelas cortas (e incluso se vislumbre el personaje del narrador, que será central en nuestro análisis), no los tendré en cuenta como objeto de análisis,[3] y serán, a lo sumo, referencias externas. Del mismo modo, tampoco tendré en cuenta los tres relatos finales de Plaza Irlanda (2005), pero sí retomaremos el cuento final de Phoenix (2009), «Air France», por considerarlo en cierta medida una «explicación», como dice Beatriz Sarlo (2009), y que veremos más adelante.

Las tres novelas cortas de Phoenix serán el eje, por estar pensadas directamente como un continuum, como tres relatos del mismo narrador, algo que se hace evidente en la lectura, pues no es sólo el mismo narrador argentino, doctorando en Letras en una universidad de Phoenix, docente de español, de unos 40 años, soltero y homosexual, sino que narra siempre del mismo modo, con una mirada coherente entre cada una de las novelas cortas. Además, esta idea de una inmanencia del narrador en todo el libro es mencionada prácticamente por toda la crítica y el propio autor lo da por sentado: «Es un tipo de narrador [el de Phoenix] que está buscando acercarse todo el tiempo» (en entrevista de Zunini: 2009). De hecho, cuando el entrevistador le pregunta por el vínculo de las novelas cortas con «Air France», Muslip responde asombrado, y dice: «En realidad yo no estaba pensando en que era el mismo narrador» (ibíd.); es decir que esta creencia de que el narrador de los cuatro textos de Phoenix es el mismo sería sólo un efecto de lectura, si es que nos dejamos convencer por la supuesta ingenuidad de Muslip en este punto. Debemos decir, entonces, que los tópicos se repiten, y que la obsesión por los mapas que aparece no sólo en el narrador de las tres novelas cortas de Phoenix —«Cartas de Maribel», «Diciembre» y «Paraguay»— sino también en los narradores de «Plaza Irlanda» y de Hojas de la noche, parece quedar necesariamente circunscripta a ese recuerdo infantil del niño que destroza su objeto de deseo, un cuento que revela al modo psicoanalítico el origen de una obsesión que de otra manera queda poco clara, o, al menos, más inmotivada.

Por supuesto que se descarta la necesidad de una justificación de su literatura, de una simplificación tan burda que pretenda explicar a partir de un cuento la obsesión[4] de un narrador, y mucho menos la obsesión de un autor, pero lo que sí pretendemos demostrar es que hay un hilo conductor que lleva a Muslip a componer una obra, mucho más allá de una serie de relatos aislados, y que esa obra tiene un tono poético propio y una voz particular, que, con matices, parece ir creciendo desde este niño de 11 años aficionado a los mapas, pasando por el acomplejado y literato adolescente de Hojas de la noche, por el recién recibido licenciado en Letras de «Estela Muscari», por el triste viudo de «Plaza Irlanda» hasta llegar al maduro e igualmente tierno «Eddy» de las novelas cortas de Phoenix[5]. Y en todos estos personajes podemos advertir, además de las obvias cualidades que comparten (gustos, intereses, físico, familia)[6], un modo de narrar, parejo e inusual, que casualmente se extiende en cada uno de los relatos, produciendo novelas cortas que tienen características del todo disímiles a las que Miguel Vedda sintetiza para el género:[7]

las novelas cortas [parecen] marchar con frecuencia hacia un clímax en el que cobran sentido todos los hechos precedentes, en tanto el interés de la novela suele residir menos en el resultado que en el progreso mismo de la acción. Como señala, por otra parte, Benno von Wiese, en el género breve, el lector suele enfrentarse a un vuelco súbito e inesperado en la acción, «…en oposición a la técnica evolutiva de la novela, que avanza en forma gradual, progresiva» […] la novela corta coloca a la acción por encima de los personajes.

(Vedda, 2001: 9-10)

En las novelas cortas de Muslip no hay tal trama destacada, el relato decididamente no está centrado en la acción, y el clímax que podría esperarse nunca sucede. Entonces, ¿qué tienen estos relatos para ser llamados «novelas cortas», además de su extensión?

Por un lado, podrían ser entendidos como un quiebre dentro de los parámetros del género,[8] y aquí resulta conveniente señalar la lectura que Graciela Speranza hace de Plaza Irlanda como «una variable del realismo que intenta acercarse a lo real en su carácter a la vez insignificante y singular, monótono y silencioso, determinado y fortuito, idiota[9]» (Speranza, 2006: 3). Así, los relatos de este narrador apático y centrado especialmente en los detalles, nunca podrían alcanzar el clímax esperable (que sí sucede en el cuento «Air France», con la destrucción del mapa) porque todos son más bien una percepción nueva de lo real, que está centrada en la unicidad de cada experiencia, de cada situación, en el carácter único que tiene cada elemento, una acumulación de pequeños momentos que no pueden dar un «vuelco súbito» por el sencillo hecho de que ese vuelco no sería más verdadero, más real. Estas narraciones, entonces, son novelas cortas porque no cuentan dos historias, una evidente y otra oculta, como sostiene Ricardo Piglia (2000) en sus «Tesis sobre el cuento», ni tampoco «avanzan», como dice von Wiesse de la novela, sino que se detienen en la descripción de momentos banales de la vida cotidiana y de las relaciones interpersonales, y de los recuerdos que asaltan en cada nuevo párrafo al narrador. La estaticidad de una narración sin una dirección clara es una parte constitutiva de las narraciones de Muslip, y lo disruptivo está en que, allí donde se espera un clímax que ate cabos y que resuelva los temas que han sido desperdigados a lo largo de las páginas, no sucede nada: ni el narrador de «Plaza Irlanda» descubre qué hacía Helena en ese lugar el día de su muerte,[10] ni el de cada uno de los relatos de Phoenix acaba por comprender a esos personajes con los que se relaciona, o explicar qué es lo que hace en esa ciudad perdida del centro de los Estados Unidos que, como dice Sarlo (2009), no tiene ninguna «carga mítica» para el lector argentino —que es, por cierto, el evidente interlocutor de Muslip, pese a escribir desde otra locación—.

Pero, además de este efecto disruptivo donde cae la esperanza de un clímax, hay otra característica que asocia a estas narraciones con las novelas cortas, y esto es lo que nos interesa subrayar: existe un objeto simbólico, y ese objeto es el mapa. Dice Vedda:

Un caso particular de Leitmotiv es la inclusión de ciertos objetos dotados de un valor simbólico (designados habitualmente como Ding Symbole) […] la narración breve se empeña en conceder importancia a objetos a menudo desprovistos de utilidad económica, pero dotados de una significación estética, mítico-religiosa o afectiva que los vuelve insustituibles y les otorga un valor cualitativo inestimable.

(Vedda, 2001: 22-23)

El amor de todos los narradores de Muslip por los mapas es repetido constantemente en cada uno de sus relatos, desde Hojas de la noche hasta Phoenix. Siempre, como al pasar, señalan su simpatía por este objeto, desprovisto en primera instancia de cualquier interés particular, pero que acaba por generar una fascinación que está jerarquizada y simbolizada en «Air France», donde abandona su lugar periférico (aunque recurrente) para volverse el tema de la narración.

 

DE MAPAS Y OTRAS FORMAS FIJAS

Antes de avanzar sobre el lugar que ocupan los mapas en las narraciones de Muslip, debemos pensar qué valor simbólico puede tener un mapa en una producción artística. Graciela Speranza lo analiza en su Atlas portátil de América Latina:

[E]l mapa carga con toda la información y el saber sobre el mundo, y ha sido desde los comienzos de la cartografía un instrumento de poder y dominación. Imagen paradójica, es la representación más precisa del mundo y a la vez la más abstracta. De ahí que el arte haya encontrado en el mapa un material infinitamente apropiable para desnaturalizar los órdenes instituidos, interrogar las identidades territoriales, tender pasajes en fronteras infranqueables, conjeturar otros mundos posibles y trazar recorridos imaginarios.

(Speranza, 2012: 23. Cursiva mía)

El mapa en tanto material artístico, como señala Speranza, tiene un gran potencial, y puede brindar múltiples significados. Sin embargo, los mapas de Muslip parecen funcionar en un modo mucho más primitivo, como un objeto de adoración que no termina de ser explicado en ningún caso. «Hay en principio algo valioso en la voluntad de representar lo más fielmente posible al otro, y dar a conocer ese saber» (Muslip, 2009: 128), atisba tímidamente el narrador de Phoenix en «Paraguay», pero de esta intuición no se deriva el culto al mapa que hacen los narradores de Muslip.

En «Air France», el mapa aparece desde un primer momento como objeto de deseo, que en la posesión finalmente otorga una sensación de éxtasis sublime, donde el chico goza con la «libertad» que le da ese enorme mapa de aerolínea, sin divisiones dibujadas entre los países, un mapa físico que destaca los continentes, el agua y los accidentes geográficos:

No había líneas de Estados; era hermoso ver un mundo por el que uno puede andar con libertad, un mundo de ciudades y paisajes, sin países. Podía optar entre ir sin rumbo fijo, o podía seguir las delgadas líneas rojas de los aviones franceses. Podía ir a París, desde allí a África, o Medio Oriente, visitaría Moscú, luego, al sur, Samarcanda; seguí hacia el oeste, hacia el norte: Alma Ata, Ulan Bator, Beijing.

(Ibíd.: 181)

El placer del niño por ese mundo en sus manos es infinito, lo tiene todo ahí, le basta mirarlo para sentir un goce intelectual que bien podría ser vinculado con un goce sexual, sugerido por las interjecciones de placer: «El azul profundo, dios mío, el azul de los océanos» (ibíd.: 176)[11].

Pero esta abstracción que es el mundo reducido al mapa choca violentamente con la imagen del mundo que las tres novelas cortas anteriores habían ofrecido. El mapa como representación funciona, lo abarca todo, «carga con toda la información» del mundo, pero no tiene nada que ver con el mundo,[12] y eso es algo que el niño intuye luego de recorrer cada una de sus líneas, pero que no lo sabe tan claramente como lo sabrá a sus 40 años, instalado en un punto cualquiera de ese mapa, un punto que se parece mucho a otros, donde las autopistas y los supermercados dominan el espacio y donde rara vez abandona su departamento (volveremos sobre este tópico luego), apenas para ir a sus clases o a un café, o para viajar a otros puntos del mapa: un congreso en la ignota Savannah, a doscientos kilómetros de Atlanta, para meterse en la cama de un hotel, o al único punto verdaderamente significativo para su existencia, Buenos Aires.

En «Paraguay», el desgaste y la desconfianza por estos mapas se vuelve evidente: hay un dejo de lamentación en la representación tan infiel que hace el manual de español del mundo, un mundo que nunca terminará de importarles a los alumnos norteamericanos que estudian la lengua pero que no comprenden qué es cada una de esas ciudades, más allá del conjunto que llamarán «América Latina»:

El país de hoy es Paraguay, afirma el manual y afirmo yo. ¿Dónde está Paraguay en el mapa? Ellos buscan un rato e indican dónde está pero sé que eso no significa nada: el mapa es para ellos un conjunto de líneas y nombres a los que casi no se les puede dar referencia alguna.

(Ibíd.: 129)

El mapa que tanta significación tenía para el niño, aparece en el adulto como lo que es, apenas una vaga referencia, «un conjunto de líneas y nombres». Es pura materialidad, sin el «valor cualitativo inestimable» que se espera del objeto simbólico. Es simplemente un elemento funcional para el aprendizaje del idioma, porque en el manual no se respeta «la voluntad de representar lo más fielmente posible al otro» (ibíd.: 128) que tienen los mapas que «adora» el narrador. Entonces los mapas del manual cargan con una decepción en ese docente desarraigado, que de niño creía que el mundo era el mapa y que ahora ve en esa masa de estudiantes diferentes de él las dificultades del mundo, su rugosidad, sus intersticios, que en el mapa, preciso, pero abstracto, no están representados.

Esta desilusión del mundo también se puede rastrear en Hojas de la noche, donde el niño que tenía fascinación por los mapas se transforma en un adolescente deseoso de abandonar su casa, su escuela, a sus padres, e irse a estudiar «a otra parte» (Muslip, 2004 [1995]: 90). Ya desde este momento el sueño es viajar, y si lo repite muchas veces, aparece condensado en un extenso párrafo donde detalla sus ilusiones de viaje, del que reproducimos apenas el primer fragmento y el último:

Yo podría viajar un par de años por el mundo, y viviría muchas de esas posibilidad que, acostumbrados a la rutina de siempre, ni siquiera notamos que existen […] Trabajaré en Londres y recordaré Hyde Park por tener que cruzarla a las seis de la mañana en invierno para ir a mi trabajo, y no por los comentarios triviales de los guías de turismo.

(Ibíd.: 72-73)

El chico que deseaba abarcar el mundo entero ahora tiene un deseo más tangible, el de errar por lugares específicos de ese mapa, con cierta consciencia de la imposibilidad de abarcarlo todo, de que esa visión general, abstracta, del mapa, debe traducirse necesariamente en una materialidad más precisa, en un visitar distintas ciudades y no ir de un punto a otro tan sólo girando la mirada. Y si en la expresión de deseo aparecen lugares y ocupaciones típicas (trabajar en una posada en Brasil, ser narcotraficante en Colombia, vivir de la pintura en París, etcétera), de ningún modo figura Phoenix, ese lugar que «deslocaliza», como señala Sarlo (2009).

En el mapa está toda la potencialidad del mundo; en los nombres de las ciudades o países con los que fantasea el narrador de Hojas de la noche aparece toda la potencialidad del individuo viviendo las más variadas vidas[13]; en Phoenix, sólo queda un despojo de estos sueños, un hombre de mediana edad viviendo en el lugar más impensado del mundo (no por lo exótico, sino justamente por lo irrelevante), habiendo viajado para hacer más de lo mismo: seguir estudiando, seguir enseñando lengua. Aquí cobra sentido entonces la apreciación que hace Soledad Platero al reseñar el libro: «su narrador [el de Muslip] es esencialmente discreto, sobrio, ligeramente infantil en la forma en que desnuda sus impresiones. Y es desoladoramente triste, aunque nunca, o casi nunca parezca esforzarse por serlo» (Platero, 2011). El narrador, que trae «poca carga» (Muslip, 2009: 61), puede que acarree el peso de la desilusión, no tanto ya de los mapas, pero sí de esa imposibilidad de representación de lo real que se descubre en ese dibujo que valía por el mundo, y que ya no es más que un reflujo y una nostalgia de su infancia, donde toda la información podía ser condensada en un papel.

En el mundo adulto que habita ahora la vida se complejiza y se vuelve inabarcable, al punto tal que no queda más que narrar detalles mundanos, pequeñas observaciones y una catarata de recuerdos que invaden el texto a cada vuelta de página para componer ellos mismos el centro de la narración. Porque si se narra desde Phoenix, lo que se narra es el desarraigo, y —especialmente en «Diciembre» y en menor medida, en «Paraguay»— el foco no está puesto en el lugar desde donde se narra, sino en el espacio del recuerdo, que nos lleva constantemente a distintas zonas de Buenos Aires, al Chaco paraguayo, a Asunción, a Atlanta. De este modo, el narrador traspasa fronteras una y otra vez a partir de la escritura, y estas fronteras entonces se desdibujan una vez más, como en aquel mapa de la aerolínea francesa que sólo tenía las rutas de viaje, sin ninguna división política. La fascinación del niño por el objeto simbólico quedará como un resabio en el adulto, quien sigue creyendo en la armonía de esa imagen que condensa los saberes del mundo, pero que a cada momento pone de manifiesto la imposibilidad de ésta para representarlo: «El Buenos Aires que señalo con el dedo se me hace de pronto tan irreal como una ciudad fantástica del Medioevo; yo mismo me vuelvo irreal» (ibíd.: 129).

Si de confrontar una realidad ideal, concreta y diagramada con la tangible del día a día se trata, «Plaza Irlanda» se nos presenta como un caso mucho más cabal aún de la inadecuación del mundo a lo que el mundo debería ser. Todo lo que en Phoenix aparece como un rumor, una sensación de estupor frente a una situación que no es del todo cómoda pero donde las causas no están en la superficie, en «Plaza Irlanda» aparece signado por la inesperada muerte de Helena. La descolocación del narrador, su tono «melancólico, triste y desafectado» (González-Stegmayer, 2012: 5), están marcados por la noticia que no termina de comprender, y esa primera frase que sobrevolará toda la narración: «Nunca supe qué hacía ella en Plaza Irlanda» (Muslip, 2005: 7). No hay forma de que el narrador encuentre una solución a este enigma, que rápidamente intenta develar a partir del uso de la guía de la ciudad: «Extrañamente, la página 46 [la de la Plaza Irlanda], en la que se veía mi débil trazo beige, no tenía ninguna marca previa» (ibíd.: 9). Descartada la solución sencilla de ver un caso de infidelidad invisible a los ojos del narrador,[14] sólo queda un deambular por la ciudad, por el departamento y, sobre todo, por los recuerdos, sin preocuparnos tanto por las motivaciones como por las causas inmotivadas, el simple azar que hace que un colectivo arrolle a una joven en las inmediaciones de una plaza cualquiera.

Este narrador —plagado de marcas que nos hacen pensar que es el mismo que el de Phoenix, como sostuvimos al comienzo—,[15] no es sólo aficionado a los mapas, sino que también consulta frecuentemente diccionarios (tiene pegados recortes en su pared de corcho), gusta de los relatos mitológicos, usa, marca y remarca la guía de la ciudad, y hasta le tiene un aprecio particular a las películas pornográficas, «similares a los cuentos de hadas», porque pueden reflejar lugares indeterminados. Al respecto, Claudia Fino analiza:

El gusto del narrador por las películas pornográficas revela la complacencia, por un lado en la certeza de la no ficción y, por otro, en la comodidad de situarse en lo codificado, en lo entendible en términos de sistemas y reglas conocidas […]

Otros textos «cómodos» para este narrador son las enciclopedias, los atlas, los diccionarios, las guías de la ciudad, los relatos mitológicos… en ellos hay patrones que se repiten, hay esquemas, sistemas, genealogías, regulación, y fundamentalmente tienen una relación con lo real en la que no hay ambigüedades […] todos presentan el equilibrio de lo pautado, de lo pre-escrito. (Fino, 2009: 4-5. Cursiva mía)

La seguridad que le transmiten estos textos (en el sentido más amplio del término) «pre-escritos» entra en constante conflicto con la realidad, que lo embiste como un colectivo, como si a él le hubiesen caído las 300 toneladas en la cabeza. De hecho, en su deseo de volver a ver pornografía está explícita la necesidad del escape del mundo real, el mundo de Helena —o mejor, ya que esto sucede a través del recuerdo, el mundo en el que Helena ya no está—: «Miré a Helena, que iba ocupando un lugar tan preciso en mi vida, era una mujer cada vez menos general y más particular, propia de un tiempo también muy determinado de mi historia. En ese momento tuve ganas de volver a ver una película pornográfica, que me trasladara a lugares, momentos, y personas tan particulares a un espacio más general, más indeterminado» (Muslip, 2005: 30-31).[16] Ante la avanzada de Helena en su vida, el narrador, tímido, tal vez alguien que «sabe sacarse de encima cualquier carga con rapidez» (Muslip, 2009: 61) especialmente por temor al mundo que no le devuelve las formas fijas (las fórmulas) que encuentra en sus mapas y diccionarios, hace un intento desesperado por preservar su espacio, por volver a ese cuento de hadas en el que una referencia como «el bosque» es suficiente, en el que se espera siempre más o menos lo mismo: habrá una mujer, un hombre, éste la penetrara y sin dificultades ambos llegarán al orgasmo. Una vez más, la complejidad del mundo queda reducida al mínimo, como en el mapa abstracto y perfecto en el que con la vista se puede saltar de una parte del mundo a la otra.

El artificio del mapa, su ineficacia a la hora de retratar al mundo, queda al descubierto en un pequeño guiño que Muslip desliza sólo para los conocedores de la zona o los ávidos buscadores de datos en la web: en la página 62, Mariano, el amigo del trabajo, le dice que ahora la calle Donato Álvarez se llama Combatientes de Malvinas. Este dato, si bien fundamentado, es erróneo[17]: desde 1994 una parte de Donato Álvarez cambió su nombre por Combatientes de Malvinas, pero no la que circunda la Plaza Irlanda, que sigue llamándose Donato Álvarez. Sin embargo, el narrador lo toma como verdadero, no dice nada, y en la página 82, cuando se refiere al accidente de Helena, habla de Donato Álvarez, «ahora Combatientes de Malvinas». Por un lado, reconoce que la guía ya no sirve, que debe ser actualizada, y le confía más a su compañero de trabajo que a ese elemento formal que tiene como único fin indicarle los nombres de las calles, y que ni siquiera eso puede hacer; es decir, queda en evidencia la inoperancia de la forma fija ante la movilidad del mundo. Por otro, la irrelevancia del dato (Mariano «siente que acotó algo demasiado trivial» [ibíd.: 62]), que no modifica un ápice la realidad tangible (Helena sigue muerta; su novio sigue sin saber qué hacía ella allí), habla de un descreimiento del mapa como forma posible de representar una realidad, un espacio donde las palabras no dicen nada («Donato Álvarez» significa exactamente lo mismo que «Combatientes de Malvinas»); es, en definitiva, un vacío de sentido, una crasa simplificación del abultado vivir cotidiano, en el que una persona que no está pesa lo mismo que 300 toneladas.

Por eso cada vez resulta menos extraño que el narrador de «Air France» (reitero: lo último que publicó Muslip hasta el momento) destroce con tanta rabia ese mapa que es símbolo de desilusión permanente, falsa representación de un mundo irrepresentable, una pretendida imagen total del mundo, que dista mucho de él.

 

HÁBITAT: EL DEPARTAMENTO

Frente al deseo de mundo de los narradores de Muslip, la gran afición a los mapas y su experiencia errante en la vida norteamericana, se opone un espacio que si no es el principal de todas las novelas cortas, al menos funciona como vértice al que el narrador siempre está volviendo: el departamento. Ya hemos señalado el carácter tímido y temeroso de este personaje, que se sostiene de los formatos fijos para comprender un mundo que se componga de pre-textos y formas ya definidas, en lugar del caótico que se le presenta a diario. Dicho esto, nada más esperable que la reclusión del aficionado a los mapas: «Cuando el miedo es algo que tememos —dice Judith Butler—, nuestros miedos pueden alimentar el impulso de resolverlo rápidamente, de desterrarlo en nombre de una acción dotada del poder de restaurar la pérdida o de devolver el mundo a un orden previo, o de reforzar la fantasía de que el mundo estaba previamente ordenado» (citado en González-Stegmayer, 2012: 6).

Desde Hojas de la noche hasta Phoenix, pasando incluso por los cuentos de Examen de residencia y por los espacios recordados en «Diciembre», el narrador siempre habita pequeños departamentos en los que apenas caben los dormitorios de cada integrante y una sala de estar. No sólo eso, sino que están rodeados de múltiples vecinos, con la inquietante certeza que otorgan las grandes urbes de saber que el hogar de cada uno carece de cualquier unicidad, y que puede estar reproducido hasta el hartazgo en miles de vidas paralelas, de departamentos en espejo con el nuestro. Son los edificios que el narrador de «Plaza Irlanda» prefiere llamar «palomar» y que Helena llama simplemente «gallinero»: «Entre tantas ventanas de mi palomar, entre tantos departamentos, Helena entraba siempre al mismo. En esa situación tan anónima —el tablero de los porteros eléctricos exhibía prolijamente distribuidos más de doscientos timbres— mi existencia era señalada por ella» (Muslip, 2006: 13-14).[18] Igual sensación de extrañeza le provoca al narrador de Hojas de la noche llevar una vida poblada de vecinos, con los que se convive forzosamente: «Estoy harto de saludar a todas las viejas del edificio» (Muslip, 2004 [1995]: 17). Vivir en el departamento es ocupar un lugar determinado dentro del mapa de la ciudad, es poder ser ubicable, ese único botón que designa el número que lo señala a él y no a otro, y dentro de ese ordenamiento, los narradores de Muslip encuentran cierta tranquilidad en ese espacio, que no necesariamente se corresponde con la comodidad. En cierta medida, el departamento representa al nivel del plano al mundo que está en los mapas, y puede llegar a ser lo más parecido a habitar uno. De hecho, el viaje que el lector creería que se produce en Phoenix no es tal —o, para ser más precisos, no se trata en modo alguno de una literatura de viaje—, sino que es apenas una transposición de planos entre el departamento de Phoenix y los departamentos que recuerda de Buenos Aires, un circular por espacios cerrados, que son el centro, frente a la vaguedad del exterior. Así sucede en las idas y vueltas del narrador en «Diciembre», o por ejemplo, en «Cartas de Maribel»:

Estábamos en Phoenix pero ese día parecía liberado de la presencia de Phoenix. Nada en el cuarto señalaba el exterior. En realidad, el hecho de que Phoenix estuviera reducido a nada no significaba que dejara de tener peso, del mismo modo que la nada del espacio exterior es una presencia importante para el que está dentro de una nave. Maribel en el centro del living era un astro que hacía gravitar todo alrededor, a mí inclusive.

(Muslip, 2009: 15)

Y éste no es el primer caso en el que un narrador de Muslip ve en una mujer una capacidad cósmica que la vuelve el eje de un lugar: «Es como que el departamento me hace sentir que lo abandono, o que no puedo manejarlo, o que lo hago mal […] Este lugar había aceptado por dueña a Helena, y a mí sólo porque estaba con ella […] Siento que hasta los objetos que me rodean en la casa querrían abandonarme, se fastidian por tener que estar aquí conmigo» (Muslip, 2005: 28-29). Evidentemente, estos narradores están convencidos de que el departamento funciona como un cosmos (orden), y que éste se rige por una presencia centro, una mujer, Maribel, Helena. Si la crítica coincide en que «Plaza Irlanda» es el intento desesperado por recuperar el orden perdido tras la muerte de Helena, podemos asegurar que la manifestación más cabal de desacomodo del mundo se expresa constantemente en ese departamento que lo expulsa, que no lo quiere más allí dentro.

De este modo, una vez más nos encontramos con una narración que retrata los espacios en conflicto, donde lo que antes vimos como un mapa incapaz de representar las rugosidades del mundo real, se nos revela ahora como un espacio físico cargado de simbolismos y personificaciones que hacen del microcosmos del departamento un lugar tan expulsivo y dificultoso como el macrocosmos del mundo entero. Oscilando, entonces, entre lo potencial (el mapa), lo real (el mundo) y lo cotidiano (el departamento), las novelas cortas de Muslip abordan la problemática del espacio y cómo éste puede ser representado, con un tono casi invariable que combina la tristeza y la perplejidad, la inexpresividad y el desencanto, sin llegar nunca a un punto de quiebre o a un clímax que justifique la escritura, porque no existe una resolución satisfactoria que logre reordenar el caos que provoca una muerte (la de Helena) o comprender qué es lo que se hace a los 40 años, sin mucha carga, en un lugar cualquiera del globo, enseñando español a unos jóvenes poco interesantes. La única resolución posible, entonces, es rastrear ese odio que había antes de la apatía, muy presente en todo el relato de Hojas de la noche,[19] y que apenas aparece en algunos «desbordes» de «Plaza Irlanda», al decir cosas como «Esta ciudad de porquería» (Fino, 2009: 3). La única acción que realiza nuestro narrador, luego de tan abundantes y detalladas observaciones, es arremeter contra ese objeto simbólico que sintetiza la imposibilidad de representación, la necesidad de poder narrar sólo pequeñas anécdotas frente a la abstracción sin sentido de reducir el mundo a un mapa. En su destrucción se acaba con todo, aflora por fin la pulsión de muerte que implica el placer por el desgarramiento del objeto de deseo, el fin de una fijación que ya había perdido su significado:

Yo veía la rasgadura, los pedazos de cinta scotch con trozos de mapa, y no quería verlo más, no quería verlo más en absoluto, y me puse a destrozarlo, quería que desapareciera, pero cada vez había más pedazos y no soportaba que pudieran seguirse viendo partes buenas del mapa.

(Muslip, 2009: 183)

La violencia con la que se consuma el acto destructivo es diametralmente opuesta a la falta de pathos que señala Speranza (2006) para el narrador de «Plaza Irlanda» y, siguiendo mi hipótesis de un narrador único, para la de los relatos de Phoenix también. Es en este gesto, entonces, donde se llega al clímax, no de un cuento o de una novela corta, sino al de toda la obra ficcional publicada hasta el momento por Eduardo Muslip.

 

 

 

 

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA[20]

 

MUSLIP, Eduardo (2004 [1995]), Hojas de la noche, Buenos Aires, Colihue.

———————– (2000), Examen de residencia, Buenos Aires, Simurg.

———————– (2005), Plaza Irlanda, Buenos Aires, El cuenco de plata.

———————– (2009), Phoenix, Buenos Aires, Malón.

 

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—————————– (2012), Atlas portátil de América Latina. Arte y ficciones errantes, Buenos Aires, Anagrama.

VEDDA, Miguel (2001), «Elementos formales de la novela corta» en Antología de la novela corta alemana, de Goethe a Kafka, Buenos Aires, Colihue, pp. 5-24.

ZUNINO, Patricio (2009), «Perdidos en Phoenix», entrevista a Eduardo Muslip en el blog de Eterna Cadencia, publicada el 20 de noviembre de 2009, obtenido de http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2009/5308.

[1] Hojas de la noche. Con esta obra Muslip ganó el Premio Novela Juvenil de Colihue en 1995. Aquí trabajamos con la edición de 2004, que respeta al original, publicado en 1996. Antes, había publicado algunos cuentos en revistas. Si de fechas se trata, el primer cuento que logra difusión («Arácnido en tu pelo») comienza también con una referencia al espacio: «Vivís en el lugar ideal» (Muslip, 2000: 7).

[2] «Montevideo», «Estela Muscari» o más patente aún en «Vecinos».

[3] Esto es, por un lado, para delimitar el objeto y que no sea tan extenso, y por otro, porque hay cuentos que ciertamente tienen poco que ver con el resto de la producción literaria de Muslip, como pueden ser el relato fantástico «Martha» o los narradores en tercera persona de «Arácnido en tu pelo», «Power Rangers» o «Examen de residencia».

[4] Usamos este término por sus efectos prácticos a la hora de nombrar su particular afición a los mapas, pero sabemos que es un poco exagerado.

[5] Según lo ya expuesto, nos referiremos a partir de ahora como ‘el narrador de Phoenix’, para simplificar.

[6] Por ahora no nos detendremos en el carácter homosexual que distingue al narrador de las novelas cortas de Phoenix de los narradores heterosexuales de Hojas de la noche y «Plaza Irlanda», porque no nos parecen diferencias que generen cambios significativos en el texto: no cambia la percepción, el modo de mirar el mundo, sino que apenas cambia una circunstancia de éste: los encuentros sexuales son con hombres en vez de con mujeres. En «Cartas de Maribel», por ejemplo, cuando se vuelve evidente que el narrador tiene una fuerte atracción por ella, éste menciona al pasar su condición homosexual, pero no hace hincapié en este punto: «Desarrollé un filtro por el cual Raskólnikov, Bush en televisión, la mujer que limpia el piso, mis profesores, la chica que relata un abuso en televisión, la instructora jordana de árabe que veo en el ascensor, el arquitecto panameño con el que tuve sexo en el gimnasio, son apenas nombres propios o gentilicios» (Muslip, 2009: 21; cursiva mía). Si bien la homosexualidad es constitutiva de este narrador, pues esa «poca carga» que lleva a cuestas y que desarrolla en «Diciembre» (ibíd.: 60) se desprende de las dificultades de formar una familia para un hombre gay y soltero de 40 años, esto no implica que su percepción sea distinta de la del heterosexual de «Plaza Irlanda», quien por supuesto, no porta las características del ‘macho argentino’, sino que es igual de introvertido que el narrador de Phoenix.

[7] Esta caracterización de la novela corta está pensada en el marco de la literatura alemana, pero la usamos para evitar esa definición vaga e imprecisa que circunscribe a la novela corta a meros términos de extensión, tal vez por el sencillo hecho de no tener una palabra unívoca para describirla (nouvelle, Novelle, novela corta). En la literatura argentina podemos ver que, por ejemplo, ficciones como Las ratas, de José Bianco, o Los que aman, odian, de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, se adaptan perfectamente a la caracterización de Vedda.

Diego Peller, por su parte, aprovecha esta vaguedad para destacar en su análisis que «Muslip parece haber encontrado en la novela corta la forma propicia para ahondar en los vaivenes de un pensamiento evanescente; este género de límites difusos entre el cuento y la novela se presta al despliegue de un mundo narrativo cuya riqueza reside en el intersticio» (Peller, 2009: 50). No me parece que sea especialmente productiva esta observación, que asimila un modo de narrar a una falta de definición del género.

[8] Esto, siempre recordando la advertencia que hace Vedda al comienzo de su descripción, cuando dice que se procurará «analizar algunas de las características más frecuentes que presenta el género durante el período descripto [desde el siglo XIX], evitando elevarlas al rango de cualidades esenciales» (Vedda, 2001: 7).

[9] Este término, entendido de acuerdo con Clément Rosset: «En su etimología primera, aclara Rosset, idiota significa “simple, particular, único”, y solo después, por una extensión semántica, “persona privada de inteligencia, ser desprovisto de razón”. De ahí que para Rosset todas las cosas, todas las personas son en su sentido primigenio idiotas: no existen más que en sí mismas y son incapaces de aparecer de otro modo que allí donde están y tales como son, incapaces de duplicarse en el espejo» (Speranza, 2006: 4).

[10] Mariano Dorr (2005) da a entender que «Plaza Irlanda» gira en torno a una infidelidad de Helena, que «el amor» la arrastró hacia ese lugar; parece una reducción innecesaria de algo que está marcado en el texto como una incógnita, pero no como algo resuelto. Además, en línea con lo que venimos diciendo, Muslip no pone en el centro del relato un ocultamiento a desentrañar, como si fuese un caso de infidelidad que el lector debe leer entre líneas. La inocencia del narrador lo abarca todo, y si la infidelidad es probable, no es importante.

[11] A esto se le suma la acotación de la madre: «Y duerme con un globo terráqueo» (ibíd.: 175) y todas las referencias al tubo que guarda el mapa, que podría ser fácilmente interpretado como objeto fálico, donde además se guarda todo el conocimiento del mundo: «El tubo se dejó agarrar por mi tía»; «Agarré mejor el tubo»; «Me dolían las manos por apretar el tubo». Y más elocuente aún es el siguiente párrafo: «Lo importante de esa caminata era lo que iba a pasar al final. Y al final yo iba a colgar el mapa. Iba a sacarlo del tubo, iba a subirlo a la pared; no podía soportar la idea, por qué no había sucedido ya, ya, por qué no eliminaban todo lo intermedio entre el tubo y la pared» (ibíd.: 178-180). No queremos ahondar en una lectura psicoanalítica del cuento directamente asociada con el despertar sexual de un niño de 11 años, pero sí creemos que hay elementos suficientes —más allá incluso de los citados— para justificarla.

[12] Para entender, por fuera de Muslip, cuál puede ser la relación entre la realidad del mapa y la del mundo, es interesante la observación de Meron Benveniste en torno a las líneas de fronteras dibujadas en los mapas políticos: «Un lápiz grueso traza líneas de un grosor de tres a cuatro milímetros […] En la escala de 1/20000, esas líneas representan una banda de terreno de sesenta a ochenta metros de ancho. ¿A quién le correspondía “el grosor” de la línea?» (citado en Speranza, 2012: 34-35, en el marco de un análisis sobre la obra de Francis Alÿs La línea verde [A veces hacer algo poético se vuelve político y a veces hacer algo político se vuelve poético]).

[13] Y si las referencias a la música popular son constantes en Hojas de la noche, no podemos dejar de mencionar la similitud de este fragmento con «La del pirata cojo», canción de Joaquín Sabina que enumera una tras otra posibles vidas en distintos lugares del mundo.

[14] Ver nota 9 de este trabajo.

[15] Para sumar una referencia directa al niño de «Air France», en la página 10 el narrador describe que desde siempre le gustaron los mapas, y que hubo uno que lo marcó especialmente, «un atlas francés» en el que Tombuctú y Uagadugu figuraban como «Tombouctou y Ougadougou» (ibíd.: 10). Cf. con «Air France»: «Las ciudades eran discretas palabras escritas como en los mapas franceses: Tombouctou, Ougadougou» (Muslip, 2009: 181).

[16] Esta cita también sirve para retomar la nota 5 de este trabajo, ejemplificando un modo de percepción idéntico al del narrador de Phoenix, con una sensibilidad y un tono particulares, que lo alejan de lo que un prototípico ‘macho argentino’ podría decir en torno a la pornografía. Insisto en que lo único que cambia de un libro a otro es el objeto de deseo sexual, pero que los modos de ser se mantienen.

[17] Por lo evidente del error, se descarta que es intencionado, y no una falla en la erudición de Muslip.

[18] Una escena casi idéntica a esta de un timbre entre cientos de un tablero puede verse en el film Medianeras (Gustavo Taretto, 2011). No voy a ahondar en ello ahora, pero dejo abierta una línea de comparación entre la centralidad que tienen los espacios, los departamentos y las casas en algunas piezas del último cine argentino (como en Medianeras, El hombre de al lado [Mariano Cohn, Gastón Duprat, 2009] y Pensé que iba a haber fiesta [Victoria Galardi, 2013], por ejemplo) y la obra de Muslip.

[19] No se puede perder de vista el carácter netamente juvenil del relato, que aspira brindar un modelo para los jóvenes lectores, y no un modelo de éxito, sino uno de identificación, especialmente en el fracaso y en las dificultades, en ese adolecer que está presente en la palabra «odio», repetida constantemente por el narrador.

[20] En todos los casos en que se consignan números de página de textos obtenidos de la web, éstos corresponden a la versión para imprimir del link de donde fueron obtenidos.

LOS MAPAS DE EDUARDO MUSLIP
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