En «De la ortografía y otros demonios» somos partidarios de la multiescuchada frase (al menos en nuestro ámbito) “los sinónimos no existen”. No criticamos el uso o el significado de la palabra “sinónimo”, pero en realidad lo que buscamos es repensar el uso de cada vocablo que escribimos y tratar de entender, en la medida de lo posible, todas sus significaciones y sus connotaciones en los distintos ámbitos.
La concepción del sinónimo nace a partir de la necesidad de los hablantes y escritores de evitar la repetición. Por eso, por ejemplo, en el párrafo anterior, dice “vocablo” en lugar de “palabra”. Pero ese término (otro “sinónimo”) fue analizado y evaluado antes de ser escrito. ¿Cumple en este caso “vocablo” la misma función que queremos representar al decir “palabra”? ¿Es apropiado el término “vocablo” en el ámbito en el que estamos escribiendo (un blog sobre corrección de estilo, pensado especialmente para gente que no se dedica a la materia)? ¿Será de común conocimiento con nuestro público el significado de la palabra “vocablo”?
Luego de hacernos todos estos cuestionamientos (en forma abreviada, por supuesto) es que resolvimos que, en este caso —y sólo en este caso—, “vocablo” sirve para explicar lo que buscábamos decir exactamente igual que “palabra”. Pero si estuviésemos en situación de una clase de escuela primaria, explicándole a un niño que “andó” no es una palabra, no podríamos nunca decir, como si de sinónimos se tratase: “Pedrito, ‘andó’ no es un vocablo existente en nuestra lengua.”
¿Qué falla en este caso? El registro. La constante búsqueda de los hablantes por evitar el uso de repeticiones puede llevar a estos errores. Y no son problemas menores, sino que son errores importantes, pues, al fallar en el registro, el mensaje enviado puede no ser comprendido, volviéndolo inútil. Así, el término “vocablo” en el ejemplo anterior implica una comunicación fallida, ya que es muy probable que el pequeño Pedrito no haya entendido al maestro y vuelva a decir “andó” en el futuro.
Muchas veces se busca un registro altamente sofisticado, que demuestre los amplios conocimientos del escritor o hablante. Esto puede acarrear el mismo problema que el mencionado anteriormente en la escuela, o incluso un problema de falta de ubicuidad en el ámbito en el que uno se está expresando. Puede que uno sea entendido al decir en una reunión de amigos “Carla tenía un rostro color marfil”, pero será mucho más claro y normal (y, por supuesto, menos poético) “Carla era medio blanquita de cara”.
En definitiva, la elección del registro parece algo sumamente sencillo, pero en realidad no lo es. Lo importante es tomar efectivamente una decisión sobre el mismo, y que no sea mera consecuencia del azar. Ser capaz de determinar el registro propio que se utilizará en un texto le permite al escritor hacerse dueño conciente del mismo y empezar a forjar un estilo (incluso si no se trata del más esperado de todos).
Aunque con una gama muchísimo mayor de opciones y, por ende, con una mayor complejidad, la elección del registro es muy parecida a la elección del tratamiento al interlocutor (y, de hecho, este tratamiento forma parte de la elección del registro). Tratar de usted a alguien no es lo mismo que vosearlo o tutearlo. Si uno se encuentra con el Presidente, es sumamente esperable que se lo trate de usted, y hacerlo de otro modo sería probablemente una falta de respeto. Lo mismo sucedería si a un amigo cercano no se lo vosea (o tutea, según el país). Pero existen puntos intermedios donde el tratamiento no está definido. Por ejemplo, no muchos años atrás, vosear al médico era impensado. Hoy, si uno se encuentra con un médico joven, la duda aparece: ¿se sentirá menospreciado si lo voseo, lo creerá muy intimista?, ¿se sentirá viejo si lo trato de usted, lo creerá muy distante? Sea cual sea la decisión, lo importante es tomarla a conciencia y mantener el mismo registro a lo largo de la charla (del texto), pues sonaría ridículo decir “Doctor, ha sido un placer charlar con usted. ¿Puedo pasar a verte la semana que viene?”