Angustia y escritura
Llegué hasta Sonia Budassi por un mero suceder de links (¿acaso no es todo el sistema literario un gran hipervínculo?), atraído por dos cosas fundamentales: un relato suyo en la colección Uno a uno, que ya comentamos en este espacio, y un nombre que no podía dejar de leer: «Los domingos son para dormir» me pareció un título fenomenal para combatir contra los espíritus alegres que se obstinan en «ponerle buena cara» a momentos en los que ciertamente no estamos disfrutando.[1] Y, efectivamente, la tristeza que rezuma el título aparece patente y contundente en cada uno de los cuentos que componen este libro, que bien se podría dividir en tres secciones muy desparejas. La primera sección podría estar compuesta por los primeros ocho cuentos, distintos escenarios en los que una misma protagonista con distintos nombres narra siempre con el mismo tono original (pero siempre el mismo) distintas situaciones: cómo es ser una latina en Nueva York en «Acto de fe», qué siente una chica al despertar en su departamento de soltera un domingo luego de la fiesta («Todo lo de anoche»), qué sucede en la convivencia de dos compañeras de vivienda («Las cosas que brillan a mi alrededor», «Roommates»). Los otros cuatro cuentos que componen este primer momento del libro tal vez no sean tan homogéneos como éstos, pero por eso mismo tal vez tampoco sean tan logrados. El modo original de narrar hace referencia a un cuidado extremo de cada palabra, una composición de imágenes cinematográficas, que pintan cuadro a cuadro una escena, dándole a cualquier situación una profundidad en el plano visual, donde un cuarto repleto de personas puede ser representado perfectamente como un cuarto repleto de personas y no como una sucesión de grupos apartados en los que nada tienen que ver unos con otros: «Los alemanes huelen el café, el vapor asciende desde las tazas frente a ellos; lo miran, lo huelen pero no lo beben, preguntan por la ucraniana a la que ellos llaman la europea (one of us). El psicópata se acerca, la imagen es él y yo juntos. Desde el baño, por detrás de lo que fue el sonido de mi voz, las débiles arcadas del sufriente pintor. Al rato lo vemos avanzar hacia el living, manos que caminan sobre la pared, mareo palidez de jazmín (amarillo cadavérico, pienso, hepatitis que consume pedacitos de bebés), ¿exagera?» («Acto de fe»: 15).
Así como lo destaco, también lo confieso: este estilo de narración puede resultar sumamente agotador y, al fin, irritante para el lector (e imagino que también para la escritora). En ciertos momentos se cae en un abuso de algunos recursos, como el libre fluir de la consciencia en una innecesaria imitación de Manuel Puig, o el de la oración unimembre para describir estados de situación. Y lo peor de esta reiteración del recurso es que se hace siempre en boca de distintas narradoras, lo que vuelve evidente que no hay casi cambio de personajes, sino apenas nombres distintos, diversos modos de ser cuando mucho. Ese modo de narrar que inicia siendo revelador y sorprendente y que acaba por resultar exasperante está justificado por la segunda parte de la fragmentación que le inventé al libro. Se trata de un cuento de apenas 5 páginas, donde el narrador es la misma voz, pero ahora en género masculino, y donde el tiempo ya no es el de la «chica posmoderna en la ciudad», ni siquiera el de la niña en un relato de tan obvio final como «Seis menos dos», sino un tiempo remoto en un lugar remoto del que no quiero adelantar mucho para que no pierda su efecto sorpresa en el lector. Si Los domingos son para dormir no le atrae, si lo «nuevo» no le interesa, no importa; no deje de leer y releer «La verdad del Lena», porque en estas breves páginas se condensa el estilo narrativo único y formidable de Budassi en una historia que da argumentos para explicar qué hace esta mujer escribiendo lo que escribe en el siglo XXI en Bahía Blanca. Una elipsis de 100 años no significa nada cuando la tristeza del título del libro tiene un origen tan verdadero, esa búsqueda de una identidad que señala Alejandro Soifer que hay en los otros cuentos aparece tan patente acá que sólo basta con leer este cuento para comprender a los otros.
Por último, la tercera parte de esta obra es la nouvelle, «Fuera de temporada», el gran trabajo del libro, porque logra extender la narración consistente de los cuentos en un texto más extenso, que nunca pierde su intensidad y que logra ser uno de esos relatos donde nada parece suceder, pero donde todo está pasando, un descubrimiento de la nimiedad de las relaciones, explotado al máximo en el vínculo entre tres amigas (sabemos que el tres siempre es conflictivo, generador de constantes y cambiantes complicidades de dos contra uno que no se dan ni en las parejas ni en los cuartetos). Allí, Gloria narra tal como lo hacen las otras narradoras en los otros cuentos, y llega a describir cómo es vacacionar «fuera de temporada» (en diciembre) en Pehuencó, un balneario menor al lado del «inmenso» Monte Hermoso. La nouvelle logra remitir directamente al título de la obra, pues las vacaciones aparecen con las mismas dificultades que los domingos: se trata de tiempos muertos, sin ninguna ocupación, que están pensados para el disfrute pero que en una gran cantidad de personas terminan siendo destinados al pensamiento, a la insoportable reflexión que durante los ocupados días de trabajo no tienen lugar. Como dice Benjamin, en el ocio aparece la angustia que lleva a la escritura, fruto de demasiado tiempo para pensar. Dentro de ese fluir de las ideas todo se tensa, y entre tres amigas se descubren hilachas, metas no cumplidas, fracasos consumados, personalidades irritantes, el desconcierto de corroborar que esas personas que están ahí nada tienen que ver con uno más allá de una cierta cantidad de tiempo compartida. Y también la certeza de que tampoco es necesario ahondar tanto en ese pensamiento, en la angustia que genera el escepticismo, ese mal que sufrimos todos los que ya sabemos que Dios no existe pero que tampoco tenemos ni la menor idea de qué es lo que nos mueve cada día. Horadar esa idea nos puede llevar a sucumbir, y por alguna extraña razón eso es algo que no deseamos. Por eso los domingos son para dormir, y los lunes, para trabajar, seguir con la rueda, hasta que un día se halle un camino en todo este campo. Dicho todo esto, resulta una obviedad agregar que el libro no es para cualquiera, que puede parecer deprimente, pero que ante todo es honesto, y que es una declaración más en contra de la idiotez de pensar que la alegría está presente en todos los momentos de nuestros vidas, cuando en realidad son apenas mínimos fragmentos, simples relámpagos de felicidad.
Un pedacito de Los domingos son para dormir (se puede combinar con las líneas de lectura que ofrece la autora de su propia obra, siguiendo este link):
El chofer dice qué linda que estás hoy como si me viera todos los días, sonrío y digo gracias, por primera vez en forma natural como me enseñó Fabiana: cuando un hombre dice algo lindo no tenés que negarlo ni ponerte colorada, tampoco tiene que parecer que no le creés; lo mirás a los ojos, sonreís y le decís gracias con seguridad, nunca te pongas nerviosa; hay que actuar como si todo el tiempo, incluso desde chiquita, te dijeran cosas así, lo más importante es convencerse a una misma de lo hermosa que está. Le doy uno de mis discos y le digo que estoy contenta, que me encanta pasear los domingos, todavía no decidí adónde ir pero por el momento voy a buscar a mi mejor amiga y después veremos; él me mira por el espejo retrovisor y me pregunta si tengo novio. Ahora no, pero antes sí tuve, digo. Qué raro una chica tan linda y sola, dice. Enciende un cigarrillo y me ofrece uno, no, gracias, no fumo, digo, como lo veo algo más grande, como con hijos, le pregunto si está casado y él dice es una pena pero no, todavía no encontré a la mujer de mi vida. Su tono es melancólico, quiero decirle cuánto lo comprendo pero no digo nada: no hay que decir ese tipo de cosas porque los hombres las creen y después piensan que estamos enamoradas de ellos, que nos queremos casar, y entonces se asustan y te abandonan, decía Fabiana pero yo no estoy segura de que todos los hombres sean así. Al llegar, me devuelve el CD, y dice son siete pesos, por ser vos, seis y cuando sonríe le dejo una propina importante porque se la ganó como se la ganan los meseros simpáticos; a los maleducados que te atienden mal nunca les dejo nada. Toco timbre y Cecilia dice que ya baja —los príncipes van a la guerra y las princesas comprenden pero lloran, tejen bellísimos tapices con los nombres del amor, pasean nostálgicas por bosques que rodean castillos dorados como el pelo de sus hombres; chicos Sedal en este mundo de autos veloces, ciudades grandes como la Capital, luz eléctrica, microondas, sin caballeros ni príncipes pero una vez un granadero me sonrió, yo la princesa, la dama patricia, no la que actuaba en el colegio (no bucles tras horas de sentir la vergüenza de ruleros bajo la redecilla) sino de verdad, mi granadero a caballo salva la patria pero muere de amor, corceles desbocados que en soledad mueren como sargento Cabral que ha luchado por el honor, primera en la fila canto solemne y triste y nadie siente la emoción que yo revivo, yo sé del honor, depositaria del valiente corazón del granadero enamorado—; no importa lo que podamos hacer hoy, me preocupa mañana, la semana que viene, cuando tenga cuarenta o cincuenta y dos años, pero hoy lo que importa es vivir o no con ella, volver o no a casa, con mamá y papá estaba mejor, ahora puedo verlo todo, soy conciente de tantas cosas, vamos a tomar algo, Ceci, creo que estoy madurando, por ahí después podamos ir a bailar o a cenar, comer kilos de helado de dulce de leche, son tantas las cosas que me pasan.
[1] Otro link sería una frase en una canción de Estelares que siempre anda dando vueltas por mi cabeza: «Y no hablamos las cosas que siempre quisimos los días domingo».