LA CULPA DEL CORRECTOR (2000), Manuel López de Tejada

Manuel López de Tejada - La culpa del corrector - 2000 - Sudamericana - 102 págs.
Manuel López de Tejada – La culpa del corrector – 2000 – Sudamericana – 102 págs.

Cuatro párrafos sobre un libro del que nada sabemos

Como decíamos en la última entrada, la literatura es una sucesión de hipervínculos, de libros que llevan a otros libros y así. En este caso, la propuesta es inversa: de los anaqueles de una librería de usados un título llamó mi atención, por obvias razones: «La culpa del corrector» debía ser leído, y más aún si vale $10, o 3x$25. La editorial es relativamente confiable (Sudamericana, antes de ser comprada por RHM) y entra con lo justo en el marco de este proyecto: narrativa argentina, editado en el 2000. A diferencia de otros casos, donde traigo algunas nociones previas («es imposible leer un libro por primera vez», dicen), en este caso todo me es ajeno (y no voy a buscar nada de información hasta no haber publicado esto). Sólo puedo poner en práctica mis prejuicios y sospechar, por ejemplo, del apellido compuesto (Manuel López de Tejada se llama el autor), de la foto de la solapa, del sueño yuppie de publicar una novela haciendo uso de uno o dos contactos, pero no más, y sé que todo esto no es más que un enorme prejuicio. Entonces, sin más que el libro en la mano, comienzo a leer. ¿Qué hay ahí, detrás de un libro que tiró 3.000 ejemplares (considerable cantidad para un autor argentino) y que hoy nadie parece recordar, que se consigue por el mismo precio que lo que cuesta un alfajor? ¿Mereció haber caído en el olvido, no acceder nunca ni al canon intelectual ni al comercial?

Ahora sí, leo el libro. Y sólo me quedan por decir algunos apuntes: está indudablemente bien escrito (honestamente, luego de leer a muchos autores nóveles, no creí esto posible ni siquiera en un corrector), con un cuidado preciso de las formas, de las palabras y de construcción de oraciones y párrafos. Tiene muchos toques de humor y una prosa sencilla que fluye sin problemas en sus breves 100 páginas. Es sin dudas muy ameno de leer y hasta logra generar intriga. La novela comienza con un lugar común, el tema del doble. Desde Sófocles y Shakespeare hasta Kafka, Rimbaud e incluso Juan Marsé, el tema del “yo soy otro” y de “la metamorfosis” ya resulta demasiado remanido, pero López de Tejada decide comenzar con un hombre que se mira en el espejo y tiene la cara de otro. El relato en primera persona avanza con esta incongruencia de un corrector que es confundido por todos con Anselmo Res, el jefe de Información General del mismo diario en el que trabaja el corrector. En el momento en el que ya no se sabe cómo va a hacer el autor para resolver esta fantasía en el terreno de lo racional, deja muy bien armado el suspenso y pasa a la sección II, con un narrador omnisciente en tercera persona.

Sin embargo, en ese movimiento aparece una traición al lector que sólo se puede interpretar como un error y no como un efecto voluntario: los siguientes capítulos se centrarán sobre todo en el corrector Martino y una serie de excentricidades de su vida personal, como recolectar vellos púbicos de sus amantes. Sin tener del narrador de la sección I más que algunos datos accesorios, como nombres de amantes, hija y demás, todo parece indicar que Martino era el narrador de aquella sección. Pues no, no lo era, sino que se trataba de Ortigala, otro corrector, que aparece como secundario en la trama. Se genera entonces una confusión que vuelve independientes a la sección I y II: si en la primera el tema central es cómo resolver el conflicto de personalidades dentro de un mismo ser, en el segundo todo gira en torno a cómo enfrentan los correctores (como grupo, como si se tratase de un protagonista plural al modo de Los asesinos de los días de fiesta, de Marco Denevi) un inminente cierre de su sector en el diario, sugerido por una consultora española que ayuda al diario a reducir personal (una marca de época, podríamos decir, últimos coletazos de las políticas neoliberales que venían siendo aplicadas en el país desde 1976 y que cobraron especial impulso en los 90).

Lo que yo llamo error, no es por tachar al autor y al libro de poseer una falla estructural en el nivel formal, sino que considero que esta falla es un reflejo de una mayor: la escasa consistencia al nivel de la trama y de la idea general. El problema está en el paso de un protagonista (en realidad, dos) muy definido(s) a un protagonista netamente indefinido sin que exista un motivo literario que lo justifique. Probablemente por esto es que la resolución del conflicto se le haya tornado al autor dificultosa, llevándolo a un lugar común que no mencionaré para que quien halle el libro lo lea por sus propios medios. El final de La culpa del corrector demuestra que una nouvelle llena de buenas intenciones y escrita por un hombre perspicaz, creativo y sumamente atento a las formas del lenguaje puede fallar. Y es probablemente por esto también que no haya tenido la trascendencia que los editores de Sudamericana sospecharon que podía tener al tirar 3.000 ejemplares. Por esto, y por todos los misterios que rodean a cómo es que un autor se instala dentro de un canon, cómo se cae, cómo hace para permanecer y cuántos cánones hay. Misterios que algún día estudiaremos con mayor profundidad de la que brindamos aquí, en este simple ejercicio de «lectura virgen» a la búsqueda de libros perdidos.

 

Un pedacito de La culpa del corrector:

Irene y Ortigala salieron del bar y caminaron mudos por calles desiertas. Los dos pensaban en Anselmo. Ella, con perplejidad y temor; él, como si le hubiera cambiado la amante por su casa. Un canje que cualquier hombre de acción no habría desaprovechado. Pero Ortigala no lo era. Cuando sentía un deseo demasiado poderoso, vinculaba su concreción con un costo altísimo. En este caso, la traición a su amigo y la ruina del vínculo con su compañera de sección.

A la vez se le presentaba otro impedimento. Ubicaba a Irene en otro género femenino, inalcanzable, superior al de Gloria, Sara y la mayoría de las mujeres, con las cuales él debía resignarse, cortarlas de un árbol y llevarlas a la boca como frutas, más o menos apetecibles, que se adaptaban a su forma de dar sin entregarse. Hasta que entraban en crisis, lo acusaban de egoísta, lo convencían de su crueldad y lo abandonaban, prácticas, tajantes.

Sin embargo, él ahora no se consideraba a sí mismo a través del desprecio ajeno. Se tenía contemplación, se preservaba del sufrimiento. Y tanto valía esta conducta para involucrarse con una mujer que no le interesaba, como para no hacerlo con otra que le importaba más que su existencia.

En la puerta del edificio donde vivía Irene se detuvieron un instante. Aunque Ortigala no aceptó subir a tomar algo, porque se le haría tarde para el viaje, barajó la posibilidad de besarla, de hacerle una caricia en el pelo. Pero después dejó las manos en los bolsillos, fiel a una escena repetida, casi concertada. En algún sentido, le parecía bien que ella se pusiera triste por otro hombre y por él. Estaba seguro de que si se quebraba ese pacto, algo moriría entre ellos. No tendrían firmeza para sostenerse juntos. Sólo podrían quererse mediante historias paralelas. Necesitaban esa distancia para especular con su amor.

(págs. 64-65)

LA CULPA DEL CORRECTOR (2000), Manuel López de Tejada
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