LA CRUELDAD DE LA ESCRITORA
Lo que hace Selva Almada es cruel. No tiene perdón. Sus formas tranquilas, su relato apaciguado, su voz de provincia llena de «changuitos» y los mates que se ceban por todos lados y en cualquier circunstancia, la paz que rodea la vida en el noreste de Argentina, todo eso sirve como fondo para contar una atrocidad tras otra, una violencia que es omnipresente y sin embargo parece asordinada con silenciador. El lector se mete en un mundo del que no se puede salir indemne: mucho más convincente que un panfleto por la liberación femenina, Almada transforma a todos en militantes de una causa que escapa a géneros y que nos involucra a todos. Su crueldad radica en convencernos de que nuestra ceguera es cómplice, y lo hace de la forma más dura para quien está obstinado con no ver: mostrando.
Chicas muertas no tiene por qué dar miedo. Es un librito más, de una editorial que lleva varios años y que hace poco cambió de nombre (de «Mondadori» a «Literatura Random House», el ala literaria de la enorme multinacional Penguin RHM o como se vaya llamando según se vayan deglutiendo otras editoriales), una colección que se caracteriza por ofrecer literatura actual y contemporánea, nada demasiado truculento, nada tan vívido. Selva Almada abandona la pequeña firma Mardulce para ofrecer un libro que se presenta como la crónica de tres chicas muertas en los años 80, pero que no tiene nada que ver con eso. No tiene nada que ver porque lo que amaga en un primer momento con ser una narración de tres historias paralelas de chicas que murieron, apelando a la sensibilería, el lugar común y la moralina del «NO a los femicidios»[1] acaba por ser algo demasiado truculento, demasiado impactante a fuerza de un relato que nunca se preocupa por lo indispensable, que siempre está atento a lo accesorio.
Selva Almada escribe en primera persona, cuenta cosas de su vida personal, cosas que están pasando en la tele mientras escribe el libro, cosas que pasaron hace muchos años en su pueblo. No opta por la sencillez de abordar la escritura de una introducción con tres muertes misteriosas, seguidas de tres investigaciones más misteriosas aún y culminadas con maravillosas resoluciones que señalan culpables. No apela al «mirá qué interesantes mis historias», ni al «mirá qué bien que escribo». Ella cuenta en voz baja pero segura tres casos tomados casi al azar, haciendo foco no en lo particular de cada caso, sino dando a entender lo general de cada uno, lo aleatorio de ponerle cuerpo a estas chicas y no a otras, que aparecen muertas y desperdigadas por el libro a cada renglón.
La investigación es lo mejor, porque da la pauta de que todo es cuento, de que frente a lo inexplicable no hay motivos para acercarse a la razón. Esta entrerriana podría haberse puesto en el lugar de cualquiera de los periodistas de morondanga que dan vueltas por la tele, las radios y los diarios, creyendo que su investigación es la que vale, que van a encontrar al asesino, al método, al móvil. «Fue Mrs. Peacock, en el comedor, con el candelabro», dirá alguno de estos fanáticos del juego de mesa Clue. Almada ya tiene las espaldas suficientes como para colocarse en la vereda opuesta: sus principales fuentes son entrevistas fallidas con personajes confusos y confundidos, no del todo convencidos de querer hablar, y la mayor posibilidad de llegar a una verdad aparece en la voz de una tarotista, quizá la única capaz de entender la vida que no se entiende, en la que cualquier chica puede morir. Una sociedad llena de asesinos, que lamenta muertes pero que reniega de un machismo latente tanto en hombres como en mujeres. Un lugar en el que se pide por justicia y se desconfía del que no hace lo mismo. En cierta medida Selva Almada retoma el tema de El extranjero, de Camus, un protagonista condenado por no llorar la muerte de su madre. En Chicas muertas las heridas sangran, las descripciones de los trozos de carne, de la hemoglobina, de los huesos, abundan. Y sin embargo el relato está tan despojado, tan falto de emoción —apenas algunas aclaraciones y reflexiones desperdigadas—, tan despreocupado de llegar a una verdad judicial, que al lector sólo le queda sufrir, lamentarse, repreguntarse hacia dónde quiere ir, cómo sería estar ahí, viendo a la muerte de frente, cerquita de hombres que no amaban a las mujeres, como nos llegó desde Suecia… En Chicas muertas todo repugna, y sólo nos queda pensar en lo endemoniadamente hábil que puede ser una escritora, en cómo hace para esquivar el golpe bajo y dejarnos peor que si viésemos en vivo una masacre de chicos discapacitados. Y uno, como un iluso, creyendo que iba a leer otra croniquita periodística de cómo fue todo en verdad. Almada, cruel, hace literatura la verdad, nos dice que la verdad no existe, que sólo hay relato.
Dos fragmentos de Chicas muertas:
De una madre con una hija muerta esperamos, al parecer, que se arranque los pelos, que llore desconsoladamente, que agite el brazo pidiendo venganza. No soportamos la calma. No perdonamos la resignación.
El año pasado asesinaron a Ángeles Rawson, una chica de dieciséis años, en el barrio de Colegiales, en Capital Federal. Ángeles estuvo desaparecida casi 24 horas y su cuerpo fue hallado en la cinta transportadora de una planta de residuos, a varios kilómetros de Capital. Cuando supo la noticia, la mamá de Ángeles declaró: ningún ser humano es menos importante que el peor acto que haya realizado; y fue duramente criticada por estas palabras. Tampoco aceptamos la piedad de una madre.
Págs. 120-121
La Señora es una mujer delgada, con el cabello negro, largo y un flequillo rollinga. Usa minifaldas y se pinta los labios y las uñas de rojo. Tiene tatuajes. Debe tener la edad de mi madre, pero parece una muchacha. Mientras subimos dos tramos de escalera hablamos sobre nuestros conocidos mutuos. En su estudio me señala una silla muy cómoda, con apoyabrazos de madera y tapizado mullido. Abre un poco las ventanas. El estudio está construido en la terraza y tiene ventanas rectangulares, de lado a lado, en dos de las paredes, la tercera una puerta-ventana vidriada por donde se ven cactus en macetas, desparramadas sobre las baldosas color ladrillo. Luego se sienta en una silla similar a la mía, aunque la de ella parece un trono: bastante más grande y de ratán. Una mesita ratona nos separa. Arriba de la mesa hay sólo un paño verde doblado a la mitad.
Le repito lo que le conté por teléfono y me explayo un poco más: en dos de los casos sus familiares consultaron a videntes, pero de esas experiencias sacaron poco y nada. Tal vez era demasiado pronto y tal vez ahora sea demasiado tarde, aventuro.
Nunca es tarde. Pero yo creo que en el más allá todo debe estar junto y enredado, como una madeja de lana. Hay que tener paciencia e ir tirando despacio de la punta. ¿Conocés la historia de La Huesera?
Niego moviendo la cabeza.
Es una vieja muy vieja que vive en algún escondite del alma. Una vieja chúcara que cacarea como las gallinas, canta como los pájaros y emite sonidos más animales que humanos. Su tarea consiste en recoger huesos. Junta y guarda todo lo que corre el peligro de perderse. Tiene su choza llena de huesos de todo tipo de animales. Pero sobre todos prefiere los huesos de los lobos. Puede recorrer kilómetros y kilómetros, trepar montañas vadear arroyos, arderse la planta de los pies sobre las arenas del desierto, para encontrarlos. De vuelta en su choza, con la brazada de huesos, arma el esqueleto. Cuando la última pieza está en su sitio y la figura del lobo resplandece frente a ella, La Huesera se sienta junto al fuego y piensa qué canción va a cantar, una vez que se decide, levanta los brazos sobre el esqueleto y empieza su canción. A medida que canta, los huesos se van cubriendo de carne y la carne de cuero y el cero de pelos. Ella sigue cantando y la criatura cobra vida, comienza a respirar, su cola se tensa, abre los ojos, pega un salto y sale corriendo de la choza. En algún momento de su vertiginosa carrera, ya por la velocidad, ya porque se mete en las aguas de un arroyo para cruzarlo, ya porque la luna le hiere directamente en un costado, el lobo se transforma en una mujer que corre libremente hacia el horizonte, riéndose a carcajadas.
Tal vez esa sea tu misión: juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tengan que ir.
Págs. 49-50
[1] Parece necesario aclarar: si bien esto se publica en forma posterior a la marcha del 3 de junio de 2015 intitulada «Ni Una Menos», la escritura fue previa. Adhiriendo a los postulados generales de la marcha, no vemos razón para hacer mayor referencia a ésta.
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