Hay una conferencia ya demasiado conocida entre los argentinos, donde Roberto Fontanarrosa hace una espectacular diatriba en contra de la existencia de las llamadas «malas palabras», preguntándose por qué son malas si no le han hecho daño a nadie… La conferencia ya tiene más de 10 años, pero en su momento significó una pequeña revolución, porque si bien se usaban mucho, era raro escuchar en los medios a alguien defendiendo a las malas palabras, y más si era en un Congreso de la Lengua Española, espacio sacro de nuestro idioma. El encuentro se dio en su Rosario natal y tuvo el apoyo inmediato de la audiencia mediante la carcajada generalizada; el resto del país lo vio a través de los medios de comunicación en los días posteriores: todos levantaron la conferencia y la celebraron, volviéndola viral en tiempos prehistóricos donde todavía no existía ese concepto.
El evento nos sirve de puntapié para pensar en los límites del lenguaje y su relación con la sociedad. Antes, tendríamos que despejar una serie de dudas a más de 10 años de aquel evento: ¿Por qué Fontanarrosa pudo decir lo que dijo? ¿Por qué fue aceptado y reconocido por todos? ¿Qué hizo que esa conferencia se volviera tan comentada y festejada incluso en medios conservadores que aún hoy recomiendan a sus redactores escribir «m…» en lugar de «mierda»? Es claro: el lenguaje tiene sus reglas gramaticales y sintácticas, pero el lenguaje es social y se rige a partir de lo que la sociedad permite decir dentro de ciertos límites aceptables.
Para ver cómo funciona ese límite y hasta dónde se pueden tensar, la literatura tal vez sea el espacio ideal para forzarlo todo, desafiar lo políticamente correcto y lo socialmente aceptado. Sin ir demasiado profundo, vemos el éxito que está teniendo a nivel mundial la serie de libros del noruego Karl Ove Knausgård titulada «Mi lucha» (Min Kamp en el original). El título —idéntico al de la obra de Hitler— pudo ser publicado más allá de cierta controversia, y hoy es un bestseller mundial. Probablemente su publicación hubiese estado prohibida apenas finalizada la guerra; incluso lo más verosímil sería pensar que a nadie en el mundo se le hubiese ocurrido siquiera desafiar a la sociedad con un título tan violento como ése para los años inmediatamente posteriores a la guerra, así como a nadie se le ocurriría hacer un chiste sobre el cáncer en el velorio de un muerto que terminó sus días recibiendo quimioterapia (pero sí lo podría hacer 15 años después).
Y si la literatura suena siempre al mundo de lo extraño, pensemos cómo funcionan los límites al lenguaje y a la acción de acuerdo a la mirada de la comunidad. En un tiempo, por ejemplo, los niños eran educados con enormes restricciones, límites constantes e incluso violencia física. Sería ingenuo pensar que esos métodos de crianza no siguen existiendo, pero sí es un hecho que no son los métodos de crianza que circulan en los medios como «aceptables». Hoy, pegarle a un chico por desobediente sucede mucho más de lo que creemos, pero está mal visto; antes no. Lo mismo sucede con su vocabulario: antes se volvía necesario señalar cuáles eran «buenas» y cuáles eran «malas» palabras para así controlar el lenguaje adecuado de una persona dentro de la sociedad. Esto apuntaba sobre todo a ocultar lo que de ningún modo se puede señalar, esto es, el hecho que nos aleja de la cultura y nos recuerda que somos animales: sólo basta observar todo el repertorio de «malas palabras» de todos los idiomas para darnos cuenta de que siempre están asociadas con el sexo o con los excrementos, es decir, con aquellas cosas que hacemos (casi) siempre a escondidas, o dentro de un baño o tras la puerta de un dormitorio. Por definición nos ocultamos para realizar las acciones nombradas a través de las «malas palabras».
Los tiempos cambian y el lenguaje también. Las nuevas generaciones no nos asustamos tanto ante el «mal» lenguaje, probablemente porque nuestros padres tampoco lo hacían. La sociedad pequeñoburguesa en la que estamos inmersos abandona poco a poco ciertos pruritos aristocráticos, y la escandalización es menor frente a palabras como «mierda», «joder», «la puta madre» y demás, que incluso se las escuchamos decir a los niños (antes, lo recuerdo, las malas palabras eran propiedad de los adultos, sólo ellos podían decirlas). En la misma línea el tratamiento de respeto marcado por el «usted» poco a poco también cede su lugar al voseo y ya hemos visto las dificultades que esto genera al hablar con un médico, al que todavía le decimos «doctor» pero que ya rara vez tratamos de «usted», en especial si la conversación se da entre personas de una misma generación sub 40.
El lenguaje tiene su paralelo en lo socialmente aceptable. Cincuenta años atrás, tener padres divorciados era una rareza y la gente (todo el tiempo estamos hablando de la gente, que es equivalente al constructo lingüístico llamado «sentido común», es decir, lo socialmente aceptable que transmiten los medios masivos de comunicación, creadores y exhibidores de este pensamiento común) creía que los hijos de padres divorciados tendrían problemas en el colegio, serían víctimas del acoso escolar (hoy llamado bullying), etcétera. A 2015, con el divorcio tomado como algo más normal que la unión permanente, la gente se pregunta qué pasará con los hijos de parejas homosexuales. La serie Girls (HBO, Lena Dunham, 2012-?) resuelve estos preconceptos sociales de un modo magistral, valiéndose de la idea de generación que implícitamente estamos tejiendo en esta nota —y en todas nuestras notas en realidad—: mientras Hannah —chica progre neoyorquina, 26 años— cree un drama mayúsculo enterarse de que su padre es homosexual, una amiga suya de 16 años la saca de encima con el clásico Get over it! («¡supéralo!»), mientras le cuenta que un compañero suyo tiene tres mamás y dos papás y que no tiene problemas. Es decir, Hannah puede aceptar que su padre sea homosexual (no lo toma como algo natural), pero no le es fácil digerir la noticia, sigue teniendo —pese a todo lo bienpensante que es— sus pruritos con ver hombres besando hombres, y mucho más que uno de ellos sea su padre.
Los límites de lo aceptable en términos de lenguaje y en términos sociales se van modificando con el tiempo, van cediendo. No estamos aquí para hacer juicios de valor al respecto, pero daría la sensación de que, a los tumbos, esta sociedad es un poco más amena para todos de lo que era la sociedad del siglo XVIII. Por ejemplo, hace relativamente poco se instaló un tema entre la gente que antes no parecía tener suficiente prensa: la violencia de género, que ayer nomás la llamábamos «violencia doméstica» para dejar bien en claro que era algo para resolver dentro de la casa. Gracias a la circulación de este tema en los medios masivos, ya no se puede gritar en la calle con tanta soltura «¡andá a lavar los platos!» ni «¡qué buena que estás, mamita!» (obviamente, esto sigue pasando; tal vez dentro de 50 años nos parecerá tan ridículo como hoy nos parece ridículo que promediando el siglo XX las mujeres todavía no votaban…). Sin embargo, los cambios se dan muy paulatinamente, y por mucho tiempo pueden convivir dos formas igualmente aceptables. Por caso, la marcha #NiUnaMenos tuvo una adhesión masiva, pero también tiene una adhesión masiva Romeo Santos y sus letras sexistas, incluso por la misma gente que participa de manifestaciones en contra de la violencia de género. Romeo Santos, con tono pícaro, le dice a una mujer en su mundialmente conocida «Propuesta indecente»: «Si te falto el respeto / y luego culpo al alcohol / si levanto tu falda / ¿me darías el derecho / a medir tu sensatez?». No sólo eso: su canción «Eres mía» parece una confesión anticipada de un golpeador, que cree que por haberse cogido a una chica —haciendo uso de las tan mentadas malas palabras— puede disponer de ella para siempre (la letra figura transcripta al final; creo que ni hace falta análisis, se basta por sí sola).
Las tonadas pegadizas y el hecho de que la declaración de guerra a la violencia de género sea demasiado reciente hacen que Romeo Santos pueda seguir llenando estadios sin inconvenientes (sólo los dos videos aquí incluidos suman —el número es literal— mil millones de visitas). Con esto no queremos censurarlo, porque no es tarea de nadie en específico decir qué se puede y qué no se puede decir. La sociedad es la que marca esos límites. Sólo se puede aspirar a una toma de consciencia colectiva (a través de reflexiones como ésta, por ejemplo) para que la sociedad reconozca lo aberrante de afirmar que es apenas «un error» creerse el dueño de la vida de alguien y no un delito. Podríamos imaginar que en no tanto tiempo esta canción sonará ridícula no sólo a la sociedad entera, sino a los fans de Romeo Santos y al propio cantaautor, que seguramente no le desea ningún mal a las mujeres y que probablemente quiera permanecer dentro de lo que su comunidad considera pasible de ser dicho.
«Eres mía», Romeo Santos, 2014
Ya me han informado que tu novio es un insípido aburrido
Tú que eres fogata y él tan frío
Dice tu amiguita que es celoso no quiere que sea tu amigo
Sospecha que soy un pirata y robaré su oro
No te asombres
Si una noche
Entro a tu cuarto y nuevamente te hago mía
Bien conoces
Mis errores
El egoísmo de ser dueño de tu vida
Eres mía (mía mía)
No te hagas la loca eso muy bien ya lo sabías
Si tú te casas
El día de tu boda
Le digo a tu esposo con risas
Que sólo es prestada
La mujer que ama
Porque sigues siendo mía (mía)
You won’t forget Romeo
Ah ah
Gostoso
Dicen que un clavo saca un clavo pero eso es solo rima
No existe una herramienta que saque mi amor
No te asombres
Si una noche
Entro a tu cuarto y nuevamente te hago mía
Bien conoces
Mis errores
El egoísmo de ser dueño de tu vida
Eres mía (mía mía)
No te hagas la loca eso muy bien ya lo sabías
Si tú te casas
El día de tu boda
Le digo a tu esposo con risas
Que sólo es prestada
La mujer que ama
Porque sigues siendo mía (mía mía mía)
Te deseo lo mejor
Y el mejor soy yo
The King
You don´t you heart is mine
And you love me forever
You don´t you heart is mine
And you love me forever
Baby my heart is mine
And you love me forever
Baby my heart is mine
And you love me forever