«MILITANTES DE LA PETER PAN» (2015), Mariano Canal, Alejandro Galliano y Hernán Vanoli

LO QUE DICE OTRA GENTE SOBRE LA NUEVA NARRATIVA ARGENTINA

En esta búsqueda que estamos haciendo por la nueva narrativa argentina a veces nos tenemos que detener un poco, leer otras cosas para comprender qué estamos leyendo y cómo lo estamos haciendo. Ya comentamos un libro de entrevistas a escritores de 1995, señalándolo como precursor de lo que vendría; ya hablamos del libro de Drucaroff, que instala la noción de generación, tan central en las lecturas que estamos haciendo en NNA4, así como el concepto de la «nueva narrativa argentina»; ya leímos a Piglia, a Sasturain, a Aira (próximamente), gente grande que sigue publicando, que se hace actual; y en todo este proceso, nuestra última entrada estuvo dedicada a Que todo se detenga, de Gonzalo Unamuno, a quien destacamos como el primero en nominalizar la «generación del disfrute», pese a no tener palabras tan elogiosas para su novela. Ahora llegamos a las revistas, y qué se reflexiona en ellas sobre la nueva narrativa argentina.

Parece existir cierto consenso en que efectivamente hay una nueva escritura, y una nueva camada de escritores «jóvenes», que rondan los 30 y que trabajan como una generación, aunque no se reúnan frecuentemente en un café a discutir literatura, ni siquiera en la redacción de alguna revista. Comparten un estrato común, que no describiremos, porque para ello al final se adjunta la nota de Mariano Canal, Alejandro Galliano y Hernán Vanoli en la revista Crisis[1].

A diferencia de una nota publicada recientemente en la dominical revista Viva, de Clarín, sobre los «escritores del reviente», donde se le da la palabra y se introduce al mundo a estos jóvenes narradores, Canal, Galliano y Vanoli los leen. Los leen atentamente, con una mirada lúcida y crítica. Crisis se renovó, y es el espejo a donde nos reflejamos, la revista cultural más representativa de nuestra época, aunque esto vaya a ser verdad sólo dentro de 30 años, cuando se la estudie en retrospectiva. Esta entrada no va a ser nuestra, sino de ellos, de los autores de la nota que sintetiza un poco el panorama de la narrativa joven en Argentina, y que resume también el modo de escritura que caracteriza a Crisis: un análisis temático realizado por especialistas, casi todos jóvenes pero no tanto (nacidos entre las décadas del 70 y del 80), que escriben a consciencia, con un ideario de izquierda pero un con el cinismo de época que los aleja de cualquier tipo de militancia, excepto de la militancia de la puesta en perspectiva de todo.

La entrada es de ellos porque saben más de literatura que nosotros, y escriben mejor. Son más claros, no tienen que demostrar nada. Conocen bien la terminología, tienen más experiencia, vienen leyendo hace mucho el objeto al que nosotros recién nos estamos asomando. Y sobre todo, descubrieron en forma más precisa y más contundente un modo que es tendencia actual a la hora de hacer literatura: compartir una cultura que simula ser múltiple pero que es más homogénea que nunca, donde los consumos se diversifican y se eligen, pero son necesariamente masivos, incluso cuando se los pretende únicos hace que las escrituras se parezcan, incluso entre autores que ni se conocen. Así, libros que venden 800 ejemplares y se presentan como outcasts, como parias, son todos iguales entre sí, tienen un tono similar, son «de época», quedarán sólo como material histórico. O así parece. O así lo están leyendo sus contemporáneos Canal, Galliano y Vanoli, habitantes del mismo mundillo de “jóvenes escritores”, aunque sólo el último sea conocido como tal.

 

[1] Estamos hablando siempre de la nueva etapa, que comenzó con su número 1 en octubre-noviembre de 2010, y no de la icónica revista Crisis de los años 70, de la cual ésta es heredera.

http://www.revistacrisis.com.ar/notas/militantes-de-la-peter-pan-uno

 

Militantes de la Peter Pan (uno)

Novelas de jóvenes escritores, a veces no tan jóvenes, publicadas en 2014. Escritos que permiten trazar un panorama sobre la fiesta, el ocio y la experiencia urbana durante los años en que se forjó la ideología estatista socialdemócrata, sustentada en el consumo de tecnologías blandas, que hoy goza de un consenso casi total. Las capas medias se narran a sí mismas durante el kirchnerismo, pero: ¿qué kirchnerismo sucedió para las capas medias?

POR: MARIANO CANAL – ALEJANDRO GALLIANO – HERNÁN VANOLI

21 DE SEPTIEMBRE DE 2015

 

Occidente tiene una nutrida tradición de novelas de aprendizaje, bildungsromans. La Argentina se ha amoldado muy  bien a este género, y hasta hace algunos años no era raro leer una y otra vez historias de crecimiento y aprendizaje de jóvenes en diferentes contextos económicos y políticos; la verdad es que también era un poco aburrido. Ahora, una serie de novelas publicadas mayormente durante 2014 vienen a achicharrarse en una suerte de género fronterizo a las novelas de aprendizaje. Se trata de novelas de inmadurez. Sus personajes son tardo-adolescentes que se desempeñan como mano de obra en el sistema educativo, a veces en zonas marginales de la industria del entretenimiento; en algún caso son ricos. Al parecer, la imaginación literaria como modo de impugnación a lo existente, la construcción de tramas complejas, la irrupción de lo inesperado, la representación de instituciones como matrices de conflictos son constructos quizás demasiado farragosos, demasiado modernos, demasiado artificiosos.

Las novelas de inmadurez están escritas desde un segmento social y se dirigen a ese mismo segmento; parecen diseñadas para acumular likes en Facebook; populismo de nicho. Se ofrecen como un bálsamo ante el irrefrenable barullo mediático sobre la política; mejor volver a lo básico, la angustia de crecer. Las novelas de inmadurez nos enseñan, a su manera, a sobrevivir. La discursividad política como cable pelado en una vida cotidiana organizada en torno al consumo comienza a aparecer como un lejano espejismo.

Scalabritney, de Martín Zícari, Electrónica, de Enzo Maqueira, Los catorce cuadernos, de Juan Sklar, Merca,de “Loyds” Jorge Lebrón, Te Quiero, de J.P. Zooey y El Alud de Esteban Castromán son novelas construidas por medio de procedimientos narrativos muy diferentes, con recursos estéticos muchas veces opuestos, pero comparten un sustrato común. Hambrientas de contemporaneidad, escritas desde un realismo bastante convencional, son narraciones donde todo es lo que parece. Internet, las redes sociales, que aparecen religiosamente representadas, son el sello ISO 90001 que ratifica su actualidad. Sin embargo, es una actualidad donde es muy difícil encontrar algo así como un conflicto, ni hablar de una tragedia; tampoco valdría la pena bucear en los dispositivos complejos de poder que conforman y conforma la Internet  o losdispositivos concentrados de poder que son las corporaciones económico-financieras. La presencia del Estado, la marginalidad urbana o la violencia, una línea fundante y siempre activa en la literatura argentina, brillan también por su ausencia. Ya no son ejes narrativos sino, a lo sumo, situaciones despachadas con ligereza. La heteroglosia parece siempre controlada por la neurosis inmadura de las subjetividades que narran. Después de todo, tras el trauma generacional de 2001, de lo que se trata es de pasarla bien. Y de fracasar en el intento.

Estamos frente a un régimen de representación literaria donde algunos tropos se repiten en forma obsesiva. En ese plan, las de inmadurez son necesariamente novelas de ocio. Sea en una casa en el Tigre, tal como sucede en Los 14 cuadernos o en Scalabritney, en una isla de Brasil, como ocurre con El Alud, o sea a través de las derivas flaneurísticas por la Ciudad de Buenos Aires y sus alrededores norteños que pueden funcionar de escenario en Merca, Te Quiero Electrónica, el trabajo es siempre un ruido de fondo, algo que no merece ser narrado.

El foco se pone en una ciudad construida desde una perspectiva ambulatoria, o en una naturaleza colonizada desde los protocolos del turismo. Ambas formas suelen esquivar cuidadosamente el conflicto y la otredad; lo que si está presente es una angustia difusa, un vacío existencial propio de la adolescencia y la consiguiente imposibilidad de elegir un camino. Por eso lo que se construye es un refugio en lo gregario, el pequeño grupo de amigos como una comunidad utópica donde sin embargo los personajes principales no terminan de encajar del todo. Así se hace siempre necesario un posterior repliegue, un encuentro con el self en el magma de intimidad pública de las redes sociales, cuyo consumo es íntimo y solitario, quizás masturbatorio. ¿Lo literario como un retorno de lo reprimido durante la construcción virtual de la personalidad? Podría ser. El encuentro con los pares, con los amigos, que siempre adquiere la gramática de una catarsis, o el sinsentido extrañado de relaciones amorosas sin éxtasis ni éxito, que se despliegan en espacios semipúblicos y llenos de gente como uno conforman una utopía módica, de entrecasa, con el clima festivo y decadente a la vez de una lectura en vivo de la bohemia porteña.

Cocaína, cocaína

Según la contratapa escrita por Washington Cucurto, Electrónica, la novela de Enzo Maqueira, se emparenta con cierta tradición en la literatura argentina vinculada a prestar oídos y “captar el pulso” a los melodramas y lenguajes de las pequeñas gentes casi siempre ninguneadas por la alta literatura. Este enorme equívoco cifra las imprecisiones de la novela, y también la dificultad hermenéutica que la misma presenta. Cucurto parece creer que encadenar diálogos intrascendentes propios de una sitcom de bajo presupuesto, enumerar lo que puede verse en un zapping, describir cómo se prepara una suprema al horno o narrar el culebrón pasional entre una docente de terciario y un joven que nunca le presta atención después de haberse revolcado con ella un par de veces, ubica el pathos de Electrónica en un universo propio de Manuel Puig, y quizás del mismo Cucurto. Sin embargo, la obra de Puig se desarrollaba al calor de la masificación televisiva y de la consagración social del cine como “séptimo arte”, y en ese sentido es que su traslación literaria del aura del pop mostraba una cierta pericia y una relativa novedad. Por otro lado, las mejores obras de Puig son aquellas donde el melodrama, el velo fluctuante de la industria cultural y la política se cruzan en formas perversas o inesperadas para su época. Incluso en una propuesta como la de Cucurto, con su construcción carnavalesca de lo popular y algunas zonas de la inmigración, existía una cierta subversión. Claro que al reificar a los sujetos populares como animales sexuales y al plegarse a un delirantismo incapaz de sostener una historia todo su proyecto perdía espesor. Pero Cucurto, al menos al principio, no escribía lo que se esperaba que escribiese, e iluminaba zonas del sentimiento popular oscurecidas por el discurso progresista imperante en los medios culturales. Si Puig era pop, Cucurto era un oscuro afterpop delirante.

Pero Electrónica no tiene nada de esto; ni siquiera elabora un camp voluntarioso. Las referencias culturales son repetitivas y previsibles. El segmento social que se retrata, por su parte, no es una zona no representada, reprimida o deformada, sino que sus protagonistas son los de cualquier tira costumbrista de televisión o de cualquier publicidad de telefonía móvil. La conjunción de estos elementos convierte a la novela, de a momentos, en una larga nota para una revista femenina. Esto se revela de una manera brutal en el plano de la corrección política. La profesora tomará cocaína y declarará no haberse dado cuenta que el tapizado de su dealer estaba manchado con la sangre del narcotráfico, tendrá una aventura con un alumno no sin antes aclarar que ambos eran mayores de edad, e incluso, en un momento, “la profesora se dio cuenta de que usar la palabra puta era machista”. Los personajes desviados, capaces de iluminar zonas oscuras de la norma, se convierten en Electrónica en adoradores de la banalidad.

Sin embargo, existe en la novela de Maqueira una pericia narrativa, una gracia que funciona en el paso sutil de tercera a segunda persona, una vocación profesional expresada en el truco de taller literario del final de la novela. Electrónica consigue sumar oleadas de amor y de desprecio hacia su personaje principal, la profesora, y aunque sin salir de los estereotipos, lo exhibe en sus debilidades, en sus anhelos y en su patetismo. Esto también sucede con el Ninja, amigo gay de la protagonista. Quizás Electrónica es justamente eso: una larga e involuntaria crónica sobre la normalización de la cultura gay. Los personajes masculinos y heterosexuales presentados por el autor de Historias de putas directamente no pueden hablar, son planos: un novio ridiculizado al extremo, un Rabec que se niega a aparecer, un psicólogo sin ética profesional, un padre postrado que mira pornografía. Claro que, a diferencia de Emma Bovary, no hay tragedia en la vida de la profesora más allá del stalkeo mórbido a un alumno y de la insatisfacción profesional. Una distracción se suma a la otra, lo importante es mantener a los amigos y el estado de goce. La utopía electrónica, la pertenencia a “la generación que había aprendido el Amor Universal gracias a una pastilla que los hacía sentirse partes de un todo” se disuelve en el consumo de cocaína –la droga más presente- y la ensoñación; jamás llega a rozarse con la política por más que se mencione vaga y deliberadamente a la jubilación como una conquista de la época. La experiencia de lo común tiene los límites de un grupo de tres amigos que salen a bailar; mientras que la movida electrónica es construida con una mirada nostálgica que, al dejarla confinada al plano de la cultura juvenil y no interrogarla en tanto matriz de experiencias, no termina de contarse de otra manera que como un lamento por la juventud desperdiciada. ¿Pero había otras opciones? ¿Qué pasó en el medio? La profesora no se lo pregunta. De hecho, en varios momentos de la novela, se confiesa: “todo el tiempo tenías ideas estúpidas”. Y, quizás sólo en estos casos, no se miente.

La droga como tema ganchero y supuestamente contracultural, el ocio, la vida a la deriva y el hastío generacional no parecen ser patrimonio exclusivo de las clases medias con aspiraciones intelectuales. EnMerca, de Loyds, ese universo se traslada a las clases altas, al segmento ABC1, a los dueños de la tierra apostados entre la Recoleta y la zona norte. Johnny, el protagonista de esta novela, es una oveja descarriada y altamente drogadicta que odia a su propia clase, y principalmente a sí mismo. De hecho, cada tres minutos de lectura nos enteramos de lo que Johnny odia: básicamente todo, desde los casamientos en el Palacio Sans Souci hasta a Inglaterra; también a los limpiavidrios. Merca construye un universo que nunca podría estar informado por una mirada plenamente integrada a su sector social, ya que el uso del lenguaje sintetiza la textura acelerada del Clayton de Menos que Cero de Brett Easton Ellis con el argot de la clase media, y el retrato clasista, lleno de un desprecio y una fascinación imposibles en alguien que tenga una plena pertenencia a las clases altas, se centra más en la descripción de escenarios y de consumos culturales que en la construcción de un ethos. Johnny habla como un desclasado aunque no lo es: Loyds no se decide por una novela realista, que sería involuntariamente paródica, ni por un grotesco, que al eludir la política resultaría insustancial.

Su intermedio termina convertido en una fábula moral. Con su BMW, su padre multimillonario y su mayordomo servil, Johnny permanecerá impiadoso hacia su clase durante toda la novela; después de todo eso es lo que la adicción a la cocaína le hace a la gente. Sin embargo Johnny tiene momentos de debilidad, cifrados en sus relaciones más cercanas, y eso, en cierta medida, revela su lado humano y entrañable. La cocaína, por su parte, es el objeto sublime que habilita el tránsito de Johnny por innumerables fiestas, baby showers, asados en countries y eventos nocturnos. En medio de una construcción literaria de a momentos plana, se destaca la virtuosa materialidad de la merca, el espesor de las líneas de máxima pureza que el protagonista separa y aspira, goloso, con un billete de 50 dólares y siente como un “latigazo ácido” o como un gusano que se introduce por los orificios de su cuerpo. Es potente y material el efecto físico de la merca, el entusiasmo terriblemente autoconsciente, pero también el deterioro, la caída de pelo, la pérdida de peso y las resacas zanjadas con Alplax que permiten momentos de lirismo, como en esa mañana en que Johnny se sienta al inodoro y sólo puede ver “unas gotas de sangre que hacen efecto expansivo al caer sobre el agua transparente”.

¿Novela noventosa? Sí desde el uso del lenguaje, no tanto desde su sistema de referencias históricas. La etnografía de las clases altas desplegada en Merca posee dos núcleos. Por un lado, logra poner en juego el acierto de describir a las clases más favorecidas como un sector social imposibilitado de realizar un cierre social exitoso. Johnny, su padre, su madre, sus amigos, viven aterrorizados por la posibilidad de rozarse con arribistas provenientes de estratos sociales levemente inferiores. En caso de encontrarlos se los hacen sentir, y estas capas medias con aspiraciones de elite son el principal tema de conversación y de conflicto. Johnny parece poseer un radar natural para ubicar a las personas en sectores sociales, un sexto sentido sociológico permanentemente alerta que sólo puede explicarse en un país con una aristocracia lumpen y siempre amenazada por lo plebeyo como la argentina. El discurso de Johnny, a su pesar, es el de una clase que ya no puede narrarse a sí misma porque sabe que su lugar en el mundo social carece de legitimidad histórica y social, y puede tambalearse en cualquier momento. Pero, junto con esta debilidad histórica, la novela parece moverse bajo la premisa de que, y no sólo para las clases altas, “el kirchnerismo no ha tenido lugar”. Más allá de alguna mención coyuntural a los desaparecidos y de la insistencia con la sociabilidad en Facebook, la conciencia de la clase propietaria, las conversaciones en Tequila –el boliche descrito como una suerte deback office de los búnkeres electorales del PRO-, las especulaciones sobre los negocios, la fraudulenta revista empresarial de Johnny, todo parece transcurrir como si sucediese en 1995, como si los personajes se mantuviesen deliberada y un tanto teatralmente afuera de la coyuntura. La brecha entre la egomanía cocainómana del personaje y su entorno transmite la fantasía de un espacio sin historia y sin política. El personaje odia todo pero no habla del peronismo, su familia tiene tierras pero no hablan del conflicto del campo. La “intervención del estado en la economía”, “la politización de la esfera pública” o la inflación galopante de los últimos años en el país no parece afectarlos en lo más mínimo. Es una hipótesis plausible; quizás Loyds quiera denunciar que la concentración y la extranjerización de la economía aumentaron durante el kirchnerismo. Quizás Loyds se haya eco del blindaje de la clase propietaria global descripto por Thomas Piketty; lo cierto es que Johnny esquiva a la política de un modo algo artificioso.

CONTINUARÁ [en el próximo número de la revista Crisis; se podrá buscar entonces en www.revistacrisis.com.ar, nosotros no la publicaremos]

«MILITANTES DE LA PETER PAN» (2015), Mariano Canal, Alejandro Galliano y Hernán Vanoli
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