Voces de esta generación
Millennials. Mucho se ha dicho ya acerca de esta generación nacida hace unos 30 años, sobre el fin de la Guerra Fría, niños que crecieron separados y que se globalizaron año a año, a través de la televisión, de los juguetes, de los viajes y, por fin, de Internet; jóvenes que recorrieron desde los extraños sonidos del módem conectándose a 16 kbps por minuto y silenciando la línea telefónica familiar hasta el streaming en HD de estos días. Entre Millennials, X, Z e Y, los nombres se borronean, se confunden, y no todos toman una palabra como sinónimo de tal cosa o tal otra. Las definiciones sobre esta generación (y más precisamente, cuándo empieza y cuándo termina, qué la determina) serán establecidos en un futuro que tenga la capacidad de analizar con distancia, pero nosotros tenemos la responsabilidad de dar nuestra opinión como miembros de ella, opinión de contemporáneos que será estudiada ni más ni menos que como eso, como un evento cultural más de la época. Y en ese marco se inscribe la lectura de Weiwei, de Agostina Luz López, nacida en 1987 y de profesión «escritora, actriz y directora de teatro». Al menos así rezan las primeras tres líneas de solapa, en un intento por definir una personalidad, por legitimarse, por autoconvencerse que lo que es hoy, lo será por el resto de su vida, a sabiendas de lo difícil que es cargar con cada uno de esos tres motes. En nuestra entrada anterior ya hemos hurgado un poco en el concepto de «juventud» en la escritura, de qué es ser un escritor joven, centrándonos sobre todo en los años 80. Aquí, en cambio, tenemos a una escritora joven hoy. Agostina (llamémosla así, con ese nombre tan generacional, que la representa mucho mejor que el mundano y a la vez antiguo «López») se arriesga y toma una decisión: es escritora, es actriz, es directora de teatro. No es un alma prototípica de esta generación, marcada por los cambios de trabajos, de profesión, de vocación y de vida. A sus actuales 29 años ha decidido que defenderá esas tres banderas, que en la práctica serían dos, o más bien una sola: la del arte. Es una artista. ¿Por qué? Porque ella así lo ha definido, y ésa es sin dudas la primera condición del artista: nombrarse a sí mismo como tal. De lo contrario, el mingitorio de Duchamp podría haber sido apenas una inoperancia del empleado de mantenimiento, un chiste del arquitecto que diseñó la sala, un error involuntario de alguien muy torpe.
Esta artista nacida hace 29 años publica entonces su primer libro. Una «novela taiwanesa», según el texto de contratapa del ya reconocido Iosi Havilio, perteneciente a una generación anterior, en edad (es de 1974) y en experiencia (es ya un escritor con una obra). ¿A qué se refiere por «novela taiwanesa»? Suponemos que no al boom de la telenovela romántica de origen chino que se analiza acá… ¿Entonces? Resulta difícil comprender por qué llama «novela» a este libro, que tiene capítulos, como una novela, pero que cada uno lleva un título particular y trata un tema diferente, donde lo único que se repite es la narradora en primera persona, una voz que es tan parecida a sí misma en cada ocasión que en el capítulo 4, cuando escribe en tercera persona contando la historia de María, no deja de aclarar: «[María y]a no quiere escribir en primera persona porque se siente demasiado expuesta en el taller y piensa que las demás la miran como si la conocieran, como si esos textos fueran un arma en su contra». Es difícil entender a Weiwei como una novela, al menos en el estilo narrativo decimonónico que nació con Cervantes y que se consolidó en el siglo XIX. Pero tampoco podríamos decir que son cuentos estos relatos numerados del 0 al 6, porque el único argumento que tendríamos para definir ello sería la extensión de cada uno, dejando de lado la unidad temática y estilística que los vincula entre sí.
Weiwei es simplemente un libro, un primer libro de literatura. Un ensayo, no en su acepción genérica de «escrito acerca de un tema específico que intenta interpretarlo», sino en su sentido más general: un intento de escribir, una expresión de volcar las palabras en hojas y ver qué sale, sin entender esto en forma despectiva, sino todo lo contrario: como un riesgo de arrojarse al mundo sin tener tan en claro qué es lo que se va a decir, pero teniendo muy claro que hay algo que se quiere expresar, que ya no puede esperar, que la literatura no es sólo para escribir después de los 40, cuando ya se es viejo o, por lo menos, no-joven. Sin analizar demasiado, sin detenerse en evaluaciones sobre el campo literario actual, el canon literario que a veces puede ser un yunque atado al tobillo de un nadador, sin preocuparse siquiera por escoger un género preciso, Agostina Luz López escribe. Y su escritura es tan visceral y genuina que, tal como se mostró en la cita, teme ser reconocida por ella, teme sentirse desnuda, teme estar exhibiéndose por demás. En esta breve exposición que hace, contándonos desde sus vivencias en la residencia para escritoras de un pueblito cerca de París hasta la relación que mantiene o que mantuvo con cada una de sus amigas, desde los mandatos de su madre («Mi mamá me dijo un día: “Tenés que escribir lo que le pasó a esta familia porque si no te vas a enfermar”») hasta el descubrimiento de su cuerpo y la represión a la masturbación («chuchuearse»). Los relatos son sólidos, despiertan interés, pero más interés despierta qué magma los aglutina, cuál es el eje temático y la unión entre ellos. Y detrás de ellos, está la voz narradora. Y detrás de ésta, como cada vez más en la Nueva Narrativa (en la argentina, como en el caso de Bárbara Duahu, y en la extranjera, como vimos en Alt Lit) está la primera persona, la figura del autor, que está ocupando un lugar distinto al que tuvo en los siglos anteriores (tal vez el caso más resonante de ello sea la escritura de Emmanuel Carrère, otro escritor difícil de encasillar en «géneros literarios», sobre todo en sus últimos libros).
No conocemos a Agostina Luz López, realmente no sabemos nada de ella. Y sin embargo, sospechamos que podríamos delinear algunas cosas sobre su vida, sin ni siquiera googlearla (cuenta con la fortuna del nombre común para caminar disimulando sus pasos entre las miles de Agostinas López que deben pulular en la web). La tomaremos como una de las representantes de esa generación de primeros (casi)nativos digitales, seguramente perteneciente a una clase media alta con culpa del dinero heredado y con mucha consciencia social, consumidora serial de series (antes, Friends; hoy, Girls), preocupada por la pobreza en el mundo pero consciente de su impotencia y de la imposibilidad de cambio real, cautiva de la falta de praxis revolucionaria de esta generación, que vio fracasar a revolucionarios anteriores (esto ya lo dijimos acá), que es hija, justamente, de los que no creyeron que una revolución era posible. Cultora del «pinta tu aldea», de las movidas pequeñas que apuntan a salvar el mundo de a pedacitos, sean los galgos de sus carreras, una familia pobre a la que se le construye un techo, un mendigo que recibe un billete de 100, un proyecto cool que ve aumentar en 10 dólares su cuenta en Idea.me, o una compra sustentable en el mercado del barrio. Religiosa oyente de Regina Spektor, encontró en (500) Days with Summer (500 días con ella) una comedia romántica que por fin le hablaba a ella, en la que el amor causaba alegría pero también dolor en iguales dosis, o incluso superiores. Una generación que se busca en estos detalles, en esta pequeñez, que lee Twitter con desesperación, esperando encontrar el momento oportuno para que se dé algún tipo de revolución y que está «siempre lista» para ella, muy segura de que estará del lado de los más débiles, del lado correcto de la revolución, y no entre los votantes de Trump, que sorpresivamente generan la revolución pero para el lado más impensado. Pobre Agostina, que hablo de ella sin conocerla, pero al ser coetáneo y compartir intereses, me tomo algunas atribuciones, sabiendo que al haber consumido cosas tan parecidas es muy difícil que seamos demasiado distintos, que mis apreciaciones sean del todo erradas. ¿Y si no escucha Regina Spektor? Ok, escuchará The Strokes o los Ramones, pero lo esencial seguro está, porque se ve en su escritura, en textos permeables que seguramente mezclan lo autobiográfico (insisto, no sé nada de ella, pero seguro estuvo alguna vez en un retiro de artistas, como cuenta el primer episodio, y seguro conoció a una chica parecida a Weiwei) con lo ficcional, que entiende que su vida es tan narrable como cualquier otra, que seguramente escribe para poder ver más allá de lo que le pasa, para encontrarle a esos relatos una nueva significación. En el anteúltimo episodio hace una catarsis perfecta de todo esto, de este empezar a escribir, de esta búsqueda a través de la escritura, donde no se sabe si se es o no se es escritor, si lo que se narra vale o si lo que hay que escribir es otra cosa (ver Un pedacito de… al final). Weiwei vale la pena porque es dinámico y entretenido, porque es espontáneo y encantador en su ingenuidad y sus búsquedas, pero sobre todo vale la pena como un documento de época, una marca más de esta generación que sabe que ya no importa inventar una historia demasiado original, que no es necesario contar fantasías locas o crear mundos repletos de personajes cuando en realidad sólo basta con escuchar lo que sucede a nuestro alrededor, plenamente conscientes de que todo (TODO) es relato: «yo lleno todo con mil palabras y al final no sé si estoy diciendo lo que quiero decir», confiesa María, que es el álter ego de la narradora, que es el álter ego de la autora. Y Weiwei no es más que esas palabras fluyendo, que ese ensayo. Bienvenido sea.
Un pedacito de Weiwei:
¿Existe una escritura prematura? Una escritura que nace de manera imprevisible, que no puede contar nada porque le falta madurar; una escritura que necesita una incubadora, que necesita entender el mensaje antes de transmitirlo, que necesita encontrar el lenguaje, un tiempo secreto, sin que nadie la vea, que existe pero todavía no puede publicarse, que existe para nunca publicarse.
¿Puede surgir una nueva forma de escribir? La escritura prematura. Sería una escritura que nace antes de tiempo, antes de que las ideas lleguen a desarrollarse, que no termina de tener una forma, que es una forma de búsqueda, el puro movimiento, un estado de tránsito, un ir hacia. Es una escritura que necesita protección, la protección del que lee. No necesita de ese otro ningún tipo de juicio, necesita una lectura nutritiva, una nutrición que haga que esa escritura se haga más fuerte con cada lectura, una escritura que necesita apoyo, gente que la ayude a ser más fuerte. Sería ir más lejos que el subtexto, que leer entre líneas, que descifrar el misterio: sería un misterio imposible de resolver. A veces pienso, ahora, entre el pánico de estos días y todo, que los escritores del futuro deben proclamar lo prematuro como modo de investigación.
Págs. 111-112, «El miedo, antes»