Terror y política
De acuerdo a lo que opinan hoy los expertos (locales e internacionales, en los medios o en la Academia), el canon argentino actual estaría consagrando a tres mujeres por sobre todo el resto de los escritores: Samanta Schweblin, Selva Almada y Mariana Enriquez. Sobre la primera escribiremos en nuestra próxima reseña; sobre Almada ya hemos derrochado elogios hace un tiempo aquí y aquí. Mariana Enriquez[1] nos ocupa en este caso, pero para escaparle al lugar común, no fuimos por su obra estrella, Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016), ganadora del premio Ciutat de Barcelona y traducida a 18 idiomas, según se consigna aquí, ni a su última novela, Éste es el mar (Literatura Random House, 2017), ni a la primera que publicó, Bajar es lo peor (Planeta, 1994), a los 20 años, novela que se anunciaba en la radio como «un gran suceso» y que le valió una invitación a sentarse en la mesa de Mirtha Legrand, según cuenta su editor de entonces, Juan Forn. En este caso leímos Cómo desaparecer completamente (Emecé, 2004), la novela con la que rompió el silencio luego de 10 años de ser una «gran promesa de las Letras» y, tal vez, su libro más olvidado. Apurando el juicio, quizás podamos decir que es justo recordar poco esta historia escrita por una joven Enriquez.
Matías es un chico de 16 años que vive en un barrio de clase media-baja, y que creció observando cómo las rancherías que lindaban con su barrio se transformaban velozmente en lo que luego tomó el nombre de «villa». Por fuera de su casa, entonces, se siente aprisionado en el mundo que lo rodea, elogioso del barrio, de la esquina, de la cumbia, de la bebida, de los amigos, de la droga y de los placeres carnales, todos elementos que él desprecia por distintos motivos; en su casa, la prisión es aun peor: su padre lo violaba —ya no vive con ellos—; su hermano, a quien él tenía en mucha estima, lo despreciaba, y se fue a Barcelona sin aviso ni datos de contacto; su madre es representada una y mil veces como un ser gordo, vago y aberrante y su hermana es un monstruo, luego de un fallido intento de suicidio que la desfiguró completamente. En este marco, Matías sólo sueña con escapar (o, mejor, desaparecer completamente), aunque el mundo por fuera de su casa y de su barrio le resulta hostil y ajeno y, por sobre todas las cosas, desconocido (fantasea con irse a Barcelona sin siquiera saber que es una ciudad de España, por ejemplo). Así, mientras el anhelo está presente como una turbia utopía al final del camino, Matías se pasa las horas mirando tele y fumando tabaco, como si fuese una versión light del abúlico Cetarti concebido por Carlos Busqued en Bajo este sol tremendo (Anagrama, 2009), que mira documentales y fuma marihuana desde la mañana hasta la noche.
Todo esto es la trama de Cómo desaparecer completamente, y hasta aquí, es lo más interesante de la obra, que trae recuerdos del «realismo deforme» o naturalismo de Elías Castelnuovo, de las profusas novelas psicológicas de Eduardo Mallea y de un libro de Antonio Dal Masetto de igual temática (adolescente que desea huir de sus crueles padres y de su casa asfixiante) publicado unos años antes: Demasiado cerca desaparece (Planeta, 1997). Al terminar de leer la novela queda cierto resabio de aquello por lo que Borges despreciaba toda novela que no fuese de género policial: sobran párrafos enteros, las escenas se repiten, y en un punto es dable pensar si no se trata nada más que de unos personajes que enamoraron a la autora, quien decidió sin más contar un par de meses de su existencia en un modo hiperrealista, con el fin de demostrar lo angustiante que puede ser la vida en determinadas circunstancias.
«Me interesa el horror social», declara Enriquez en una entrevista, y eso es lo que explora tanto en Cómo desaparecer completamente como en casi toda su obra. Abocada a los márgenes, Enriquez busca en la deformidad y en el maltrato nuevas formas de narrar el terror sin necesidad de fantasmas o de leyendas urbanas (o, dicho de otro modo, con fantasmas de carne y hueso que asustan a un nene de 7 años apenas salen todos de la casa y escucha que su padre sube el volumen de la música para que no los escuchen los vecinos, o con leyendas urbanas más directas, del tipo «si vendés la droga que era de un transa va a venir el transa y te va a matar»). La descripción que el narrador hace de la hermana de Matías enfundada en un pasamontañas que apenas deja entrever la falta de mandíbula o la sola imagen de un nene de 7 años con semen en su boca son suficientes para que Enriquez pueda prescindir de presencias anormales o de espíritus que se esconden en placares, casi como un caso más en los que la realidad supera a la ficción (en este caso, el realismo al fantasy). Lo ominoso no se produce por ocultación, sino por desborde, y en cualquier página de Cómo desaparecer está la sordidez propia de un clima hostil hacia Matías en particular y hacia el ser humano en general. He aquí una de las claves de lectura posible para abordar la literatura de Enriquez, que no se cansa de repetir que «el terror siempre es político». Escrito al calor del estallido del 2001, con regusto a la fiesta menemista regada de coca, al desarrollo de una cultura de los márgenes (retratada de forma impecable por Cristian Alarcón en sus non-fiction Cuando muera quiero que me toquen cumbia [Norma, 2003] y Si me querés, quereme transa [2010]), a los que se fueron por aquel entonces (Cristian, ese hermano del que nada se sabe en Barcelona) y a los que se quedaron, condenados a ser «ni-ni», en Cómo desaparecer completamente lo terrorífico sin dudas se introduce desde la opresión, que es antes que nada, política, no por presencia sino por ausencia del Estado, donde ser transa es sinónimo de ser policía, el Borda o el Moyano están a la vuelta de la esquina como último lugar de perdición y a la gente desamparada y desempleada sólo le queda rezar por un milagro en un templo evangelista que hasta ayer nomás era un cine de barrio. Literatura de terror y literatura política, sí (como si en Argentina el binomio terror-política no estuviese indisolublemente ligado), pero con una ejecución un poco tosca y sin demasiado vuelo, al menos en esta obra que no ha sido tan difícil de olvidar por todos.
Un pedacito de Cómo desaparecer completamente:
A él no le gustaba Nick Mansell [un músico norteamericano que protagonizaba un video de MTV]. Pero no le gustaba la mayoría de las cosas que escuchaba la gente. Era demasiado aburrido escuchar todas esas canciones que hablaban del barrio, de los amigos del barrio, de la cerveza en la esquina del barrio (con amigos), de chicas a las que querían (o de chicas que los habían dejado). Porque él no tenía amigos en el barrio y nunca había tenido una chica ni tomaba cerveza con nadie ni le gustaba el barrio. Odiaba el barrio y a la gente del barrio. Era tan feo. Casas grises, puertas de chapa pintadas de verde, persianas torcidas, muchas rejas por los robos. Todos estaban paranoicos con los robos y las historias de las jeringas en los umbrales y los drogadictos que asaltaban a la noche. Los reductores de velocidad, dos por cuadra, tres por cuadra, porque todos chocaban esos coches ruidosos de vidrios polarizados. Seguro que era más lindo ese lugar Lake. District. Distrito. De. Los. Lagos. Seguro que ahí no había ese olor húmedo del limo verde que se juntaba al lado de los cordones. Agua podrida que manchaba la ropa cuando un auto pasaba rápido (y todos los autos pasaban rápido) y salpicaba. Seguro que era más lindo vivir cerca de un bosque y seguro que eso hacía que la gente te quisiera tanto aunque de verdad no te conociera. Seguro que si vivieras ahí serías tan… ¿diferente? No. Tan… ¿qué? No encontraba motivos para querer al barrio. A lo mejor le gustaría más si fuera amigo de alguien, pero nunca le habían prestado demasiada atención, porque lo veían raro. Y después estaban los que escuchaban cumbia, los que iban a los bailes y se ponían en pedo, y bailaban y festejaban y conocían a una chica, y por ahí si estaban muy amargados por algo terminaban cagándose a trompadas o a tiros o acuchillando a alguien. Como no tenían plata, antes de ir al baile robaban para poder comprarse unos tragos. A Matías le causaba cierta admiración tanto coraje. A lo mejor se divertían, pero él no entendía qué carajo había que festejar, si estaban hechos mierda y no tenían plata y les iba tan mal en la vida, por qué llegaba el fin de semana y tenían ganas de estar contentos. Nunca iba a entender eso, y odiaba esa música y esas sonrisas y a las chicas de tetas grandes que bailaban en los programas de tele donde tocaban grupos de cumbia. Todas esas chicas a las que nunca se iba a poder coger, a las que no tenía ganas de cogerse, que era mucho peor.
Págs. 48-49
[1] En caso de ser necesario, aclaramos: si bien el apellido «Enriquez» es de clara ascendencia española y, como tal, debería seguir las reglas ortográficas del español y llevar tilde en la «i» por ser palabra acentuada en la anteúltima sílaba terminada en «z», la autora firma sus libros y sus artículos en Página/12 siempre sin tilde, por lo que respetamos la grafía usada por ella misma.