LA SOBRECORRECCIÓN SIN ESTILO

El problema de los correctores de estilo empieza ni más ni menos que por nuestro nombre. «¿Cómo que corrigen el estilo? O sea, ¿yo tengo mi estilo y ustedes me lo van a cambiar?». No es fácil explicar ni por qué esto no es así, ni tampoco por qué es que nos llamamos correctores de estilo. Tal vez es para no llamarnos «correctores de textos» y que la gente piense que estamos dentro del Word, subrayando en verde y en rojo según nos parezca.

¿Cómo trabajamos, entonces, los correctores de estilo, sin modificar el estilo? Por poner un ejemplo vulgar y poco contrastable con la realidad, pero que resulta práctico, pensemos en un autor que nos entrega un texto con todas frases compuestas por sujeto + verbo + predicado, y en el medio aparece una que está conformada por un orden alterado. Entonces, nosotros nos preguntamos (y, eventualmente, le preguntamos) por qué está invertido el orden. Si, como es presumible, existe algo que lo justifique, lo mantendremos tal cual. Si no, encontraremos la forma de lograr que el texto mantenga su unidad y su cohesión en toda su extensión.

La idea es lograr un texto coherente, respetando el estilo del autor, pero sacándole el mayor jugo posible. La calidad de las obras dependerá siempre del escritor, pero el corrector tiene la responsabilidad de que cada autor alcance su mayor potencial. No es el mismo nivel de análisis el requerido por una obra de un autor literario consagrado, al de una monografía sobre biología. En uno se buscará hacer foco en el uso del lenguaje, desarrollo de personajes, manejo de la intriga, etcétera, mientras que en el otro se cuidarán las formas, se buscará una correcta jerarquización de títulos y temas, se comprobará que se plantee correctamente y se confirme la hipótesis, que el desarrollo justifique la conclusión, etcétera.

En base a estos lineamientos, el corrector pensará cuál será su nivel de intervención en el texto. Éste es imposible de medir, pero dependerá de una intuición que le permita discernir ante qué tipo de texto se enfrenta. Por ejemplo, si una persona escribe un cuento plagado de errores de sintaxis, ortografía y puntuación, el revisor deberá concentrarse en solucionar estos problemas, y lograr que la trama resulte eficaz. Sería una falta de tacto muy grave que, ante un texto como este, el corrector le señale al autor algo como: “Este cuento está bien, pero tiene demasiados puntos en común con ‘El Aleph’, de Borges, como para considerarlo original”.

Ahora, si el corrector recibe un cuento de un autor consagrado —seguramente con menos problemas formales—, sí será pertinente discutir sus similitudes con el cuento de Borges, y qué pretendía hacer con ello, si es recomendable modificarlo de algún modo o no, etcétera.

Las cuestiones de estilo no son sencillas de explicar, porque cada caso particular es una situación diferente, y se debe ver sobre la marcha. En cuanto a lo relativo a la ortotipografía, ámbito en el que uno esperaría más facilidades, tampoco existe unanimidad, y nunca un texto revisado por dos correctores distintos va a quedar igual. Ya vimos en este espacio la disparidad de criterios al momento de la puntuación. Pese a las normas, tampoco es sencillo determinar cierto uso de las mayúsculas, por lo general, mucho más extendido entre el público que lo que la RAE aconseja. Y, como hemos visto también, los nuevos consejos de la RAE sobre tildación y extranjerismos, especialmente, abren otro campo problemático a la hora de decidir qué hacer con ciertos términos.

Desde «De la ortografía y otros demonios» elegimos siempre respetar la elección del autor (o, eventualmente, de la editorial) ante los casos dudosos. Por ejemplo, nosotros preferimos la grafía «garage» a la recomendada por la RAE, «garaje», por el simple hecho de que en Argentina respetamos la pronunciación francesa, mientras que en España se dice literalmente «garaje», con el sonido «je» final. Sin embargo, si el texto a corregir dice «garaje», no lo cambiaríamos (a lo sumo podríamos llegar a comentarle al autor que lo tenga en cuenta, para que haga su propia elección, y no la que el Word le sugiere), pero tampoco modificaríamos (como efectivamente hacen muchos correctores que no disfrutarán leyendo estas líneas) la grafía «garage» si la encontramos en el original.

 

La sobrecorrección, tanto ortotipográfica como de estilo, es un tema que probablemente tengamos que seguir en otras entradas, porque evitarla es la piedra basal de la tarea del corrector; un revisor que se excede en la corrección de un texto es como un psicólogo diciéndole al paciente qué es lo que tiene que hacer en la vida. Se puede sugerir, discutir, pero nunca cambiar la esencia, ni de una persona ni de un texto. El cambio tiene que venir siempre desde el propio autor, apoyado en un corrector que sepa guiarlo en el camino de su propia escritura.

 

Para finalizar, un fragmento del cuento «Corrección», de Juan Villoro, en el que, con un dejo de humor ácido y corrosivo, este narrador —director de una revista— analiza los quehaceres de Germán, un brillante escritor en franco declive, devenido en corrector.

 

Estuve de acuerdo en cada cambio de Germán pero tuve que decirle que Barandal republicano ofrecía a sus colaboradores el derecho de equivocarse. No podíamos convertir a Julia [la autora del artículo corregido] en Virginia Woolf. […]

Julia llamó por teléfono hacia el fin de semana. Anticipé una nueva reprimenda, pero me saludó con voz desconocida, explicó que había estado muy nerviosa la tarde en que fue a verme («dejé de fumar y ando gruesa»), recordó que siempre la había apoyado y, como no queriendo, mencionó que había recibido muchas felicitaciones por su ensayo. […]

—No fui yo en ese ensayo. Gustó mucho pero no fui yo. Me convertiste en otra.

[…]

No soportaba los elogios inmerecidos, pero tampoco quería renunciar a ellos.

[…]

También Lola y Montse llegaron a mi oficina en estado de doble alteración: las versiones publicadas de sus textos las humillaban y les gustaban, querían ser otras y las mismas, insultarme y darme las gracias. De modo misterioso, yo disponía del picaporte de su identidad y ellas deseaban un remedio ambiguo, una puerta agradablemente mal cerrada.

Extraído del cuento «Corrección», páginas 283-286, en Villoro, Juan, La casa pierde, Alfaguara, Montevideo, 2011 [1999]

(Ver más sobre Villoro)

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