LAS FICCIONES DEL CRÍTICO
En El camino de Ida Ricardo Piglia reitera una fórmula que ya le había dado resultado en Plata quemada (1997): encuentra un caso policial del mundo real, inexplicable según los preceptos del llamado «sentido común» (que son los de la sociedad burguesa y el sistema capitalista), cambia algunos nombres, lo ficcionaliza, lo hace propio, les elimina las referencias que lo puedan vincular con el caso real (a menos que el lector, como se pretende, conozca al caso real); agrega una historia de amor —con algo de sexo sórdido—, la investigación policial, la violencia y, sobre todo, la reflexión, que es el meollo de su literatura, el porqué escribe ficción.
Piglia es un crítico literario (tal vez el mejor de la Argentina, o el más original, o el que mejor se publicita) y nunca abandona su condición. Mucho menos lo hace cuando escribe ficción. Si todo escritor, de una forma u otra, al intervenir en el campo literario se vuelve un crítico de éste, Piglia es híperconsciente de esta situación, y la explota en su beneficio: en su literatura desarrolla teorías que no estarían avaladas por la academia, por ser fantasiosas y no tener necesariamente un asidero concreto en los textos estudiados. Así, por ejemplo, el vínculo que establece entre Kafka y Hitler en Respiración artificial (1980; «su» novela, la que vale la pena leer) quizá no sea demostrable, o tal vez lo sea, pero sólo a través de una investigación minuciosa, que demande años de estudio.[1] En este aspecto Piglia es práctico, y recurre a las licencias que ofrece la ficción para exponer su teoría que no por no tener su corroboración «científica» (académica) deja de ser útil e interesante a los efectos de la crítica literaria.
En El camino de Ida el caso elegido es el de Unabomber. Lamentablemente esto aparece hacia la mitad de la novela, por lo que sería de buena persona sugerir a aquel lector que disfruta de sorprenderse con un libro, que no prosiga con esta lectura si aún no terminó con El camino. Para los otros (para los que ya lo leyeron y para los osados, o para quienes los libros no son más que materiales de estudio), continúo: más temprano que tarde, la investigadora y docente universitaria Ida Brown muere dentro de su auto cerca de New York, tal vez en un accidente, más probablemente producto de una carta-bomba que explotó. Ese semestre había tenido un romance con Emilio Renzi, álter ego eterno de Piglia, que nunca acaba de delinearse, y que mucho se parece a ese hombre de traje gris que le da la espalda a la cámara, quizá obnubilado por el paisaje porteño. Renzi, siempre taciturno, siempre curioso, se dedica a investigar el caso, un poco por cariño y otro poco por defensa personal, ya que es el principal sospechoso para el FBI. La respuesta, como siempre, aparece en los libros. El planteo de Unabomber (que en El camino se llama Thomas Munk) está en tal libro de Conrad. La ciencia es la única religión verdadera, y debe ser destruida en todas sus formas. Asesinar a los científicos (académicos de la Biología, la Ingeniería y hasta de las Letras) es ir al meollo del asunto, es dar un verdadero golpe al sistema.
Fogwill asegura que ha cometido muchos errores en su vida, pero que si de algo está orgulloso es de que ninguna de sus ex esposas se haya ido con Piglia. La fuerza de la declaración (una más de las provocaciones de Fogwill) tiene sentido para comprender cómo escribe Piglia, quién está detrás de El camino. Si Fogwill (como Girondo, como Copi, como Lamborghini, como Aira, como Pron, como tantos) está un poco loco, Piglia no lo está nada. La radicalización del pensamiento, el arrebato del artista, su ego de creador no forman parte de este trabajador de las letras oriundo de Adrogué. Piglia puede desafiar al sistema, se puede maravillar por las distintas formas del arte (matar es una de ellas, la que practica Unabomber), lo puede ver de afuera, analizarlo e interpretarlo, pero no está en su naturaleza llevarlo a cabo. Fogwill pudo escribir «Help a él» porque todo le importaba un carajo, porque hasta podía meterse dentro de la cama de su hija. Piglia, en cambio, más mesurado, más racional, es uno de esos científicos que sostienen el sistema, un «blanco» posible para Unabomber. Pero no podemos dejar de reconocer que, desde dentro, moviliza un par de cabezas, tal vez horada («le mete el dedo») al sistema, y contribuye a generar un pequeño estallido, o, al menos, nos prepara para que cuando suceda, no nos agarre tan desprevenidos. Él seguramente no lo estará.
Un pedacito de El camino de Ida:
El sistema capitalista había hecho suya la consigna del hombre nuevo de Ernesto Guevara y de Mao Tse-tung. Las investigaciones genéticas, los experimentos en biología molecular y ciencias cognitivas, la posibilidad de clonación y de inseminación artificial, avanzan en la línea de traspasar ese nuevo límite. Los científicos eran «ingenieros del alma» de los que hablaba Stalin: el nuevo hombre, el ciudadano ideal, es el adicto sin convicciones ni principios que sólo aspira a obtener su dosis de la mercancía anhelada. La sociedad tecnológica satisface a los sujetos: los entretiene y los ahoga en un océano de información rápida y múltiple.
No había opciones para oponerle a la corporación capitalista. El Manifiesto no postulaba una alternativa pero llamaba la atención sobre un mundo sin salida. «El capital», concluía, «ha logrado —como Dios— imponer la creencia en su omnipotencia y su eternidad; somos capaces de aceptar el fin del mundo pero nadie parece capaz de concebir el fin del capitalismo. Hemos terminado por confundir el sistema capitalista con el sistema solar. Nosotros, como Promoteo, estamos dispuestos a aceptar el desafío y asaltar el sol.»
Con esa metáfora griega terminaba el Manifiesto, del que he dado apenas una breve síntesis. No era el primero que hablaba de esa manera. Nina, que había estudiado la influencia de Tolstói en Wittgenstein, recordó la postura del autor del Tractatus: «No es absurdo creer, por ejemplo, que la era de la ciencia y de la tecnología es el principio del fin de la humanidad», había escrito. «Mi manera de pensar no es deseable en esta época, tengo que esforzarme y nadar contra la corriente. Quizá dentro de cien años la gente aceptará estas ideas.» El «por ejemplo» me parece delicioso, dijo Nina.
Págs. 160-161
[1] José Emilio Pacheco, en «El Proceso, El Castillo, las alambradas», se tomó estas molestias y realizó las investigaciones pertinentes, que confirmarían que el vínculo entre Kafka y Hitler señalado en Respiración artificial es apócrifo.