LAS TEORÍAS SALVAJES (2008), de Pola Oloixarac

Oloixarac - Las teorías salvajesSALVAJE COMO TIGRE DE ZOOLÓGICO

Me avergüenza decir que leí este libro dos veces. La primera, por curiosidad, y me pareció malo. La segunda, porque me daba cierto pudor hablar mal de un libro sin recordarlo mucho, hacerlo apenas a partir de una primera impresión. Pensé que si críticos prestigiosos, como Daniel Link (en la contratapa) o Beatriz Sarlo, o editoriales de tan diversos países lo habían considerado una pieza clave de la literatura actual, quizás había algo que no había entendido. Pero al fin y al cabo, me encanta corroborar lo certero de las primeras impresiones, y entonces comienzo por lo que me atrajo en primera instancia, el nombre: Pola Oloixarac. Creo que todo el engaño puede resumirse en este significante atractivo y vacío. Es pretencioso, único, complejo. O, en realidad, es una idiotez: «Pola» en lugar de «Paula», «Oloixarac» como una inversión de «Caracciolo», una «x» para decorar, y listo. Paula Caracciolo entonces es quien escribe esta fábula sin mucho brillo pero con grandes adornos, casi como una joya de bijouterie, un Rolex trucho. Toda la ficción se sostiene a partir de elementos paratextuales: el apellido misterioso (¿cuál será el origen?), los elogiosos comentarios de la crítica, la foto de una belleza poco ortodoxa en la solapa (y leyendo un libro en pose sexy), las aclaraciones de todas las traducciones que se hicieron del libro, y hasta el video en Youtube de ella cantando sensualmente la marcha peronista en portugués, al ritmo del bossa nova, y con el aval de varios escritores (también prestigiosos en algunos casos) en la audiencia.

Oloixarac, Pola

 

Eso es todo lo que hace de Las teorías salvajes un mito, algo tentador, que no se puede dejar de leer. Todo eso, hasta que uno tiene la mala suerte de comenzar con el texto que compone la novela. Allí los gestos continúan, pero no son más que eso: gestos. Porque la autora cree que es desafiante y renovador hacer el primer personaje con Síndrome de Down en la literatura argentina, pero cualquiera que lo lea podrá descubrir que eso no es un personaje, sino apenas un esbozo sin esfuerzo de la suma de un nombre y una característica. Resulta disruptivo no desde el punto de vista de lo políticamente correcto ni desde lo literario, sino desde los parámetros de la buena construcción del personaje. Y meterse con un tema sensible, haciéndolo tan mal, genera la sospecha de que este Rolex trucho no sólo no pasa la prueba del oro, sino que ni siquiera da bien la hora. Y eso, sin contar lo trabado de la prosa, la poca gracia con la que la narradora va de un tema a otro, exponiendo conocimientos, citando libros, autores, teorías, historias de bajos fondos, como nos lleva a pensar Sarlo, toda una colección de Google que está lanzada en el texto, sin más trabajo que un tono de sabelotodo, potente pero sin gracia, sin ninguna clase de empatía. Y podríamos decir que la contratapa de Link está a la altura de la novela: en un texto de menos de 25 líneas habla de comedia isabelina, roman philosophique, modernidad, sujeto universal, comedia disparatada de los años 50, Humbert-Humbert, Rousseau, Wittgenstein, Nippur de Lagash, Matrioshkas, Proust, leer à clef, filo-sofía y del barón Jacob von Uexküll. Si esto no es name-dropping, si acá no se está practicando el esnobismo de poner sobre la mesa todo lo que he leído porque en realidad no sé qué decir de bueno sobre esta novela, entonces probablemente el error haya sido mío, que no comprendí ni la contratapa de Link ni lo interesante que pueda llegar a resultar Oloixarac.

En el medio de todo ese enjambre de palabras que intentan construir una novela pos-posmoderna (¿cuántos «pos» seremos capaces de agregar que justifiquen este tipo de «obras»?), es dable reconocer que el libro tiene cierta coherencia, que su construcción no es completamente arbitraria y que Oloixarac tiene algunas destrezas en el arte de la narración e incluso más de una idea ingeniosa (me gustó la frase «A menudo se encontraban bajo la vertiginosa impresión de que toda conversación era el preludio de un nuevo prejuicio», por ejemplo). Si se la critica, es porque estamos considerando que tiene una base mínima de calidad literaria que la hace pasible de ser criticada. Sin embargo, su escritura debe estar respaldada en algo más que una sucesión de parodias a todo lo que sabe, debe tener algún sustento más firme que una simple y vulgar mirada cínica.

Por suerte para el objetivo de los cuatro párrafos, Damián Selci y Nicolás Vilela ya han escrito un texto un poco más extenso, prolijo y exhaustivo de por qué Las teorías salvajes es una obra mediocre, fácil de desarticular, ya sea desde su sintaxis, su selección de palabras, sus temas o incluso sus ridículos subrayados constantes o sus explicaciones que nos hacen pensar en qué tipo de lector estuvo pensando ella (¿cómo pensar en alguien que entiende lo que es la facultad de Filosofía y Letras de la UBA con sólo nombrar «Puan», y que, a la vez, no sabe qué es la Mansión Seré? Bueno, Oloixarac habla impunemente de «Puan», pero tiene que aclarar que la Mansión Seré fue «un centro clandestino de detención que funcionaba en la localidad de Morón»). Dejo el link al artículo, y copio el texto acá por si gustan seguir con la hipótesis de que este libro no merece ser leído. Si quieren convencerse de lo contrario, allá los links a Sarlo y Link, valga la redundancia. Para juzgarlo por su cuenta, transcribo el clásico fragmento que incluimos al final de cada comentario.

 

 

 

 

Un juicio sobre Pola Oloixarac

Análisis de Las teorías salvajes en sus niveles estilístico, cultural y político. La filosofía, el Zeitgeist y la agenda del progresismo
Por Damián Selci y Nicolás Vilela

 

1- Mis Documentos

Aunque muchos comentaristas coincidieron en que Las teorías salvajes (Entropía, 2008) es un libro «sádico», «revulsivo», «sin miramientos en su crítica del ambiente cultural argentino», hay elementos para pensar que, pese a todo, tiene un final feliz. En el último capítulo la narradora se prepara para un encuentro con un profesor de la universidad, Augusto García Roxler. Leemos entonces lo siguiente: «Tengo la tentación de imprimirle la carpeta entera de ‘Mis Documentos’, mi compendio de observaciones desde el comienzo de mis lecturas adultas, la totalidad de mis intuiciones antropológicas, esbozos de las teorías nuevas sobre las que estoy trabajando, mi sociológica historia de la perversidad. Pero no. Mejor recapitular. Ordenar, enlazar, componer, volver a numerar». Durante toda la novela García Roxler, docente universitario izquierdista, fue parodiado con saña; sin embargo, en la última escena se convierte en alguien envidiable: al parecer él, a diferencia de nosotros, se salvó de leer la novela entera de Pola Oloixarac (1977). Final feliz, entonces: para García Roxler, no para el lector. Considerando el carácter más bien inútil que marca desde el principio el contenido de este libro, se puede pensar que Las teorías salvajes es la impresión de la entera carpeta de «Mis Documentos» de una estudiante de filosofía singularmente eufórica. Sin embargo, o quizá por eso mismo, Las teorías salvajesse ganó un atisbo de novedad; esto puede ser notable o incomprensible según se mire, y para muchos, directamente irrelevante; pero el que todos los logros de Las teorías salvajes deban ser situados del lado del ruido cósmico y la venta de humo no excluye, y más bien reclama, una intervención crítica de tendencia humanista y quirúrgica. No hay que descartar que los comentaristas, en su mayoría, hayan escuchado música celestial donde no había más que un coro de bocinazos (no sería la primera vez) pero, en todo caso, a los efectos de la comprensión intelectual se torna necesario hacer un mínimo sobrevuelo por el enorme cúmulo de ideas que Oloixarac vertió en su novela y en sus entrevistas. Hay un hecho sugestivo, y es el siguiente: la pátina de «desparpajo», de «novela ambiciosa», de «libro necesario» que Las teorías salvajes consiguió durante el verano obstruye la percepción del carácter fundamentalmente regresivo del texto en todos los niveles de su forma: en lo sintáctico, en lo cultural, en lo político. Es lo que nos proponemos demostrar.

 

2- «La sintaxis no miente»

Empecemos con la «preocupación por el estilo» que Oloixarac manifestó en la reciente charla en Eterna Cadencia organizada con motivo de la presentación de la novela, y sumémosle a eso la cantidad de veces que aparece la palabra «sintaxis» en el texto (¿doce veces? ¿veinte veces?). Abrimos Las teorías salvajes y leemos la primera oración: «En los ritos de pasaje practicados por las comunidades Orokaiva, Nueva Guinea, los niños que van a ser iniciados, varones y niñas, son primero amenazados por adultos que se agazapan tras los arbustos». Es una sorpresa, realmente. En términos estilísticos parece un inicio poco prometedor: tres participios rimados («practicados», «iniciados» y «amenazados»), un criterio extraño para la aposición de los sustantivos («niños» es dividido, redundantemente, en «varones y niñas») y una aliteración de tres vocales que salió indemne de la corrección (a-o-u: «adultos» y «arbustos», las dos en el mismo período). Quizá no se pueda ser tan exquisito; los comienzos siempre son difíciles. Pero al rato nos sentimos otra vez desorientados. Descubrimos que casi no hay página que no contenga alguna palabra en itálicas: «La filosofía es el playground de Satán»; «La culminación mezclaba las lágrimas y el semen, se sentía muy terapéutico»; «la bandapunkie Dos Minutos». Qué raro. Si en la primera frase el recurso se justifica porque se trata de una palabra extranjera, en la segunda… ¿por qué? ¿Y la tercera? ¿Qué es una banda punkie? Difícil saberlo. Existen bandas punks en nuestro país por lo menos desde 1979 (Los Violadores), momento en que la autora tenía dos años. Sin embargo, no parece que sea la falta de cultura joven lo que explique esta rareza de Oloixarac: palabras tan cercanas como puff, blog, disc-jockey, que ya tienen carta de ciudadanía por el uso, son sometidas al bastardilleo, como así también legible, efecto, post, intervalo o cualquier otra… La revista Viva no se atrevería, como Oloixarac, a ponerle cursivas a un campusuniversitario. Sin dudas es una escritora con mucho desparpajo. Pero en fin, ¿qué son unas cuantas itálicas desperdigadas por ahí? Nada. En cambio preocupan más las repeticiones de estructuras («Caminando a zancadas, esquivando mis juicios lapidarios»), la imitación quizá voluntaria del lenguaje de traducción («quitarle», «más de las veces»), el recurso permanente a la prosa de monografía («se sabe»), la abrumadora cantidad de menciones a filósofos («el primer Wittgenstein»), la construcción de metáforas equidistantes respecto del posestructuralismo francés y la copia novata del romanticismo («en otros pozos de sentido, otras penínsulas de rocas»), el procedimiento de «risa enlatada» (un personaje hace una observación «picante» y la narradora, para ayudarnos, aclara que otro se ríe), más aposiciones increíbles («Porque lo que quiero decirte -lo que aúllo por comunicarte-«), más itálicas, más nombres, más, más… ¿A qué responde este sistema expresivo? ¿Inseguridad retórica? ¿Falta de autoestima estilística, tal vez? Como hipótesis se puede sugerir que Oloixarac no tiene mayor confianza en su prosa y que por eso apela al relleno, la redundancia, la gigantografía. Rara vez deja tranquilos a los sustantivos; prefiere hostigarlos con aposiciones, construcciones adjetivales, subrayados… Hacia la página 141, cuando el lector ya percibió que la narradora no tiene un buen concepto de la izquierda occidental, hay una escena donde un libro de Trotsky queda tirado en el piso: parece suficiente demérito para el marxismo soviético, pero a Oloixarac no le alcanza, y nos reasegura que lo que está ahí es su «pobre, avejentada e inútil historia de la revolución rusa». Adjetivos, adjetivos, adjetivos: todo tiene que ser remarcado en el estilo-pánico de Oloixarac (1).

 

3- Miguel Cané con polleras

Un personaje «levanta una ceja despectiva», otro mira con «canónica desconfianza», la narradora se refiere a un «tono de maestrita bonaerense»: hipálages, hipérboles y diminutivos son tres de los recursos con los que la adjetivación se hace cargo de un único sentimiento: el desprecio social. El balance del breve análisis precedente arroja un resultado claro: un estilo dispuesto a perderse entre adjetivos desdeñosos, aposiciones redundantes, bastardillas que fingen distancia en palabras que no la tienen, etc., es un estilo con un afán de distinción cultural. Lo que importa a la hora de escribir no es, parece, canalizar literariamente las ideas, aspiraciones y temores de los contemporáneos, sino marcar con una cruz a los ignorantes y parodiarlos sin tregua. ¿Quiénes son los ignorantes? Adelantemos algo que vamos a retomar después: los ignorantes son los subeducados por «la cultura progresista». ¿Quiénes son, entonces, los sobreeducados? Aunque no parezca, es por medio de esta pregunta que puede entenderse aquella extraña afirmación de Oloixarac durante la charla en Eterna Cadencia: el lector ideal deLas teorías salvajes sería, según dijo, «una persona profundamente humanista». Considerando la vocación peyorativa de Las teorías salvajes, parece una tesis indescifrable, y sin embargo no lo es: el nombre propio que aclararía la cuestión sería el de Miguel Cané, autoproclamado humanista que con una mano escribía loas a los autores clásicos y con la otra redactaba una Ley de Residencia para expulsar a los inmigrantes que quisieran introducir ideas socialistas en la clase obrera argentina. Esta referencia no tendría que sonar desmedida: después de estudiarlos un rato, tenemos la sensación de que los «saberes» de la novela no buscan proporcionar alguna información útil sino que funcionan como vectores de estratificación social. El conocimiento aparece como una determinación acumulable que distingue entre los que «saben» y los que no. Y los que saben son los que leyeron, claro: ante todo, filosofía. Por esa razón, no resulta necesario que el saber sea verdaderamente profundo, o sea, útil en algún sentido; a los efectos de Oloixarac basta con mencionarlo. Todo sucede como si Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Rousseau, Hobbes, Clausewitz, Wittgenstein y Althusser pasaran, saludaran a la plebe y se metieran de nuevo en la hoja de apuntes (2). Por momentos Oloixarac entiende que tratar a los filósofos como se cantan los números de la lotería puede ser insuficiente como prueba de sofisticación, y entonces filosofa sobre: Borges, la cópula, el Aleph y los espejos; Platón, los guerreros homosexuales que son tanto más guerreros cuanto más homosexuales; Hobbes y el terror… Pero claro, no son temas inéditos, sino una doxa desmayada. Oloixarac parece decirnos que es mejor evidenciar un saber cualquiera antes que preguntarse qué hacer con él (por eso las bastardillas enfatizan una palabra de cada cuatro: para generar apariencia de concepto). La mímica argumentativa de su novela está hecha de notas al pie, citas en lengua original, referencias bibliográficas, y no de algún contenido digno de atención. Esto se vuelve particularmente claro en la charla en Eterna Cadencia, donde Oloixarac acometió con un panegírico de la escritura «pura», argumentativamente acérrima, de Spinoza: «¡Eso es escribir historias!», aseguró. Pero si relacionamos esa frase con lo que pasa en Las teorías salvajes queda claro que Oloixarac entiende a la literatura como un recipiente donde emitir teorías que no podrían sostenerse ni un instante en los géneros argumentativos convencionales, y a la filosofía como un barniz para disimular el descascaramiento de su prosa literaria. Por cierto esto no significa que Las teorías salvajes esté «entre» la filosofía y la literatura, sino más bien que pretende estafar a una con la otra. Es, podríamos decir, el triunfo de la parafernalia. Y la parafernalia tiene una lógica implacable. Oloixarac no se priva de escribir su propia ontología; esto le habrá demandado tiempo, seguramente, y es una pena porque nadie se lo devolverá. De cualquier manera, podríamos pensar que sí existió una recompensa: la simulación del pensamiento por parte de Oloixarac tuvo como contrapartida la simulación de la sorpresa por parte de los reseñistas. Es posible (¿por qué no?) que el simulacro haya sido tan bueno como para que los mismos actores se lo creyeran. Pero, aunque hay que respetar las creencias privadas de las personas, nuestros problemas son otros: a nivel cultural, la base del humanismo conservador de Oloixarac es una absoluta tabula rasa de información práctica.

 

4- Oloixarac y sus precursores

Nada compite en asco con el capitalismo escénico desarrollado por las izquierdas para la comercialización de sus productos. Es una forma de banalidad común a las sociologías triunfantes: el silogismo práctico según el cual la verdad está necesariamente del lado de los perseguidos y de los pobres, sólo porque halaga al ideal democrático en vigencia y otra sarta de eufemismos que no pueden ser puestos en duda. Tener una izquierda triunfante en el ámbito de la cultura tiene consecuencias peores que simplemente malas películas. (Pola Oloixarac, Las teorías salvajes, p. 188).

El pobrismo no es un mecanismo de dominación, es una visión de la sociedad, una filosofía de vida, una versión del mundo. (…) Pobrismo es hacer de la comunidad carenciada una comunidad virtuosa, del hombre caído un personaje siempre más valioso y mejor que el hombre entero y capaz de algo. (…) Pobrismo es, para un político, cortejar a la pobreza como a una novia, siendo incapaz de generar otra estrategia de poder que la de reinar en el vacío. (Alejandro Rozitchner, «Una visión pobrista», http://www.bienvenidosami.com.ar/v2/articulos/2005_Noticias_UnaVisionPobrista.html).

El impulso básico de Las teorías salvajes se podría resumir en la siguiente fórmula: hay que terminar con la hegemonía de la izquierda progresista en el campo cultural. No hay otra manera de entender la ideología del libro. Los reseñistas han marcado el carácter «crítico, revulsivo» de Oloixarac; lo que no dijeron es que todas las críticas que hace van por derecha. La novela incluye una parodia de la pregnancia del marxismo en la universidad; una parodia de la educación sexual en los colegios; una parodia del diario íntimo de una militante maoísta; una parodia de un profesor de izquierda; una parodia de otro profesor de izquierda; una parodia de las mujeres que se anotan en la carrera de Psicología; una parodia del discurso de una psicoanalista lacaniana; una parodia de una docente bonaerense que habla marcando las zetas; una parodia del modo de vestir de los estudiantes de Puán; y otras parodias que omitimos por cansancio. Por supuesto, decir que Oloixarac es una escritora de derecha sería erróneo: no es escritora. La disyuntiva entre escribir legiblemente y emitir una opinión desaforada contra cualquier cosa que parezca izquierdista decanta, por sí sola, en la segunda opción. Si bien es probable que Michel Houellebecq sea un referente para Oloixarac (como lo es, según declaró en Eterna Cadencia, Peter Sloterdijk, un filósofo alemán muy parecido, en cuanto a lo atrevido de su inanidad mental, al escritor francés), por razones de locación Alejandro Rozitchner parece una referencia más apta. Y no solamente porque tanto Oloixarac como Rozitchner usen la filosofía de un modo que no desentonaría con la revista Brando, situándose entre una nota sobre la mejor manera de invertir 30 mil dólares y la última producción fotográfica de Pampita Ardohain. Los párrafos arriba citados muestran que además comparten un nietzscheanismo glotón y arancelado. Pero Oloixarac es más joven o (todavía) más vehemente que su colega; no solamente quiere ser de derecha, además quiere demostrar la superioridad filosófica de la derecha. En esta instancia el libro alcanza un súmum de risibilidad. En la página 87 podemos leer que el sentido de la palabra «revolución» en Copérnico, designando los trayectos fijos de los planetas, tenía un «sentido fuertemente conservador» que «sólo se vio modificado posteriormente con el quilomberismo jacobino francés». Nosotros, lectores modernos que apoyamos el proceso contra Luis XVI, nos preguntamos: ¿y? Es triste, o inevitable, que Oloixarac se distraiga con semejante bagayeo. Pero todo derechista tiene en algún momento que hacer un excurso etimológico para refrenar el avance de la marea roja: Nietzsche buscó en la Genealogía de la moral la etimología de la palabra «bueno» para mostrar que el término original no se predicaba de los pobres y toda la lacra social judeocristiana, sino de los vikingos; Heidegger buscó la etimología del término griego aletheia para probar que Occidente se había cerrado al Ser y había caído entre las tenazas del americanismo y el sovietismo; Mariano Grondona también es famoso por buscar etimologías, y a veces hasta por encontrarlas. Para decirlo de una vez, Pola Oloixarac no es moderna. El recurso a la etimología como piedra de toque de sus críticas a la tradición de izquierda es una prueba clara de que, ante todos los fenómenos de la vida social, Oloixarac mira para atrás. Su desprecio no es una comprensión del mundo sino la secreción imparable de una melancolía agrietada, medieval. Con estas premisas, será claro para el lector que cuando Oloixarac se abone a escribir sobre la lucha de clases en la Argentina de los 70 sólo podrá exhibir una desorientación máxima. La novedad, en este punto, se limita a refritar dos veces la teoría de los dos demonios (cf. el ¡otro! excurso etimológico sobre la palabra «bestia» en la p. 193, y el videojuego Dirty War 1975 en la 213 y ss.)

 

5- TN o el Zeitgeist

La distancia que Oloixarac impone con el mundo humano, expresada en la sintaxis aterrorizada, en las descripciones con mero afán despectivo, en los muñecos inertes que hace pasar por personajes y en las escenas inverosímiles que monta con la sola voluntad de escupir contra algún lugar común progresista, es precisamente lo que le cierra el acceso a la comprensión del mundo en el que vive. Por eso estamos en condiciones de afirmar que en Las teorías salvajes no hay ideas sobre nuestra época. La entrevista en donde Oloixarac decía que lo que le interesaba era aprehender el Zeitgeist nos había entusiasmado; la novela que vino a testificarlo nos dejó un regusto a decepción. Por duro que sea, hay que asumir que la promesa de entender el presente decae hacia la perezosa ocurrencia de que el mundo de los jóvenes está hecho de drogas sintéticas, fiestas, orgías, blogs y videojuegos violentos… ¿Realmente Oloixarac cree en todo esto? Es una etnografía de noticiero, esquemática, que sólo repite el nivel de credibilidad y espesor de los columnistas de TN, siempre interesados en la sexualidad borrosa de los floggers y en «el descontrol en Villa Gesell». Insignificancias, claro, históricamente causantes del fastidio de generaciones de artistas e intelectuales, pero que no disgustan a Oloixarac. Para abreviar, en lugar de un Zeitgeist novelado encontramos delirio de novedad, populismo informativo y fanatismo derechista: se dirá que son los riesgos de escribir con el televisor prendido, y es posible; no hay muchas maneras de explicar el escandalizado interés por los vendedores ambulantes de la facultad, ni el enfoque de suplemento informático dominical con que la novela se acerca a «temas de actualidad» como internet y los hackers; hasta hay una escena de «inseguridad» con unos ladrones tan falsos que hacen pensar en la necesidad (literaria, claro) de que Oloixarac sea asaltada más seguido. La mentalidad de movilero frívolo que organiza la perceptiva de la novela explica, también, las escenas sexuales. Ya sabemos que Oloixarac busca correr por derecha al progresismo en todas sus líneas: por ende, en Las teorías salvajes está mal vista de educación sexual en los colegios (cf. p. 38), pero bien vista una moral sexual «perversa», que no tiene nada que ver con la de Sade o Lamborghini, pero sí con el destape católico: los personajes no se pierden a sí mismos por la vía de la violencia sexual, sino que, por el contrario, alardean un descarrío tan falto de consecuencias que sólo puede ser la antesala de un lógico matrimonio burgués. Es sabido que al poder eclesiástico no le molesta que sus representantes abusen de algunos niños, pero le fastidia que el Estado le dispute el monopolio discursivo sobre la sexualidad. Las teorías salvajes comparte esta canónica desconfianza.

 

6- De la autoestima a la autocrítica

Que las reseñas y los comentarios hayan gustado de Las teorías salvajes por su impronta «disidente» y «descarriada» no puede asombrarnos, finalmente, «la literatura debe cuestionar», etc.; pero queda abierta la pregunta acerca de si realmente sobra progresismo en este país, es decir, si verdaderamente hay resto como para que los comentaristas del libro de todo el arco cultural celebren las invectivas de la novela de Oloixarac sin hacer mención a su carácter retardatario. Basta con hojear cualquier diario con llegada para notar que las mínimas posiciones de izquierda son todos los días desmentidas desde los títulos hasta el editorial y el chiste de la contratapa. Dada la carencia de una agenda cultural progresista, lo que encontramos en Las teorías salvajeses consenso periodístico de derecha, más que incorrección intelectual. Claro que un autor ideológicamente conservador podría tener otros méritos (Céline, León Bloy o quien sea): pero creemos haber demostrado que Las teorías salvajes no muestra nada interesante en ninguno de sus niveles. La defensa del texto, por lo tanto, es imposible de hacer, salvo desde la derecha (3). Los comentaristas, apelando a la construcción adjetival «hija descarriada de Puán», han pretendido que Oloixarac de alguna manera compartía con ellos un éter común, el universitario, y entendieron que todas sus críticas eran, por así decir, «internas». En este punto se impone un desagravio general de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA: ciertamente no se la puede responsabilizar de haber engendrado a Las teorías salvajes. La relación de Oloixarac con la academia es narrativa y argumentativamente tan anodina como con el resto de los temas. Hasta aquí, la única evidencia es que Las teorías salvajes no sirve para pensar. Tampoco para escribir: no contiene una sola idea literaria válida (¿parodiar profesores universitarios es el destino de la narrativa?) y su uso de la hipotaxis tiene resultados espectrales. Su desparpajo derechista no nos convoca como lectores, no le da expresión a las cosas que pensamos y encarna, en diversos niveles, el fin de la inteligencia a manos de la pereza, el amague y la vanidad. Es una novela sin amor. Con todo, el censo final sugiere la posibilidad de un acontecimiento estremecedor: una retractación pública por parte de Oloixarac. A sala llena, con brindis festivo y empanadas: ideal para el comienzo del otoño. ¿No sería estimulante?

 

 

(1) En las páginas 113-114 de la novela, la narradora transcribe un texto que había garabateado en una servilleta mientras esperaba a García Roxler. Las líneas incluyen tachaduras a modo de exposición del work in progress textual. A primera vista, resulta un gesto desconcertante para una novela tan chapuceada. Sin embargo, se explica con facilidad: en lugar de atinar a la corrección de su propia novela, Oloixarac monta una escena de corrección. Es la propia sinécdoque de toda la novela: el planteamiento de los problemas muere bajo la aplastante apariencia de problematización.

(2) El lector podría preguntarse: ¿nada hay de afecto, no hay algún vínculo a salvo del vilipendio y el desprecio pedante? Claro que sí. Existe un gato al que la narradora mima y alecciona con franqueza emocionante. Pero el gato se llama… Montaigne. El lector vuelve a la desazón. Sólo le queda recordar aquella prevención ubicable en Punctum, el poema de Martín Gambarotta: «nunca debiste confiar tanto / en alguien que le pone Heráclito a su gato.»

(3) Por eso resulta raro que Oloixarac haya participado en la Mesa Redonda del Día de la Mujer celebrada el pasado 11 de marzo en el Centro Cultural «Paco Urondo» (sito en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA) con una ponencia sobre «La belleza y la guerra en Las teorías salvajes«. Raro porque, teniendo en cuenta la manera en que las mujeres aparecen representadas, se diría que la suya es una novela falocéntrica.

 

 

Un pedacito de Las teorías salvajes:

Personalmente, al principio desprecié sus teorías. Dejaba caer una media sonrisa cuando escuchaba o leía su nombre: y si detectaba un libro suyo, hurgando el cajón de usados, lo hacía a un lado, sin mayor trámite, como se aparta a los pequeños que no pueden coordinar sus ambiciones o escribir correctamente. Cierro los ojos y lo veo avanzar por el Gran Pasillo de la Facultad, serio, con aire ausente, sobretodo gris, papeles y libros cayéndosele de los bolsillos, y me veo macando lánguidamente un chicle globo o levantando una ceja despectiva, o las dos cosas; la época salvaje de las teorías de Augustus era historia, no del tipo histórico que esparce prefacios, temor, discípulos; tenerlo entre nosotros era menos un honor que la prueba de un ecosistema gagá donde se permitía al académico gagá convivir a gusto con el deterioro institucional, como lo había hecho durante toda su vida; no se esperaba de él más que la posibilidad de una presencia (gagá) a manera de retiro en vida; gracias a estos individuos, la universidad exhibía su colección de pinturas de Dorian Gray, retratos autómatas de una universidad anquilosada que nunca conseguía estar orgullosa de sí misma. Incluso antes de que yo entrara en la facultad, la vida intelectual de Augustus estaba terminada. El debilitamiento de sus funciones superiores le confería ternura —¿pero libros? Sólo yo, por mi naturaleza omnívora, por mi devoción a la tarea del saber, había condescendido a revisar esas bibliografías espurias.

(pp.51-52)

LAS TEORÍAS SALVAJES (2008), de Pola Oloixarac
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