Simbología de lo obvio
Siguiendo con la línea de nuestra última entrada, volvemos sobre otra colección de cuentos de distintos autores. Como la vez anterior, en este caso también son escritores jóvenes, pero no tanto. En su mayoría son miembros de la nueva oleada de narradores, una generación que trabaja casi en conjunto, con muchos puntos en común entre sí, aunque cada uno con su estilo propio. Casi todos vivieron su adolescencia y sus primeros años de universidad durante los 90, y eso está en el mandato que recibieron cuando Diego Grillo Trubba los convocó para que participen de este proyecto: contar algo de esos años marcados por el auge del neoliberalismo en Argentina. En la tercera de una serie de cinco libros editados bajo el sello Reservoir Books, la mega multinacional RHM apuesta por una literatura que en muchos casos va en paralelo al mercado, con autores no tan leídos por fuera de un pequeño nicho, solventados en cierta medida por los best-sellers de novelas de amor y de suspenso, autoayuda, periodismo, farándula y política que editan con otros sellos (la caída en desgracia Sudamericana principalmente), en una ironía demasiado grande para narrar los años en que estas grandes corporaciones entraron en su panacea. Así, Uno a uno nace como una ironía de sí mismo, con algunos cuentos de cierto interés y generalmente bien ejecutados, aunque con la falencia del permanente lugar común, desde el parripollo y la cancha de paddle hasta el desempleo y los grasas de Punta del Este.
El problema central que tienen todos estos cuentos no es la destreza de cada uno de los narradores —que la tienen de sobra en casi todos los casos, y que quedan demostradas en los mismos relatos—, sino la voluntad de hacer visible un tópico. Sobre los 90 se logró construir un ideario que, al menos hasta ahora (¿será por alguna particularidad específica de la época? ¿Será porque es aún demasiado reciente?), casi nunca fue discutido. Desde los mismos años 90, pero especialmente desde la crisis de diciembre de 2001, desde la devaluación del peso, desde la negativa de Menem de participar del ballotage del 2003, se creó una suerte de fantasía en la que nunca nadie fue menemista, y se erigieron una serie de símbolos de los años 90 que pregnaron fuerte en el inconsciente colectivo: los 90 son las drogas, la corrupción, la farundalización de la política, el reinado de la TV, los viajes a Miami, las vacaciones en Punta del Este, el «deme dos», los atentados contra el Presidente y toda la nación, el hambre de los chicos del interior, y muchas cosas más. También son símbolos más pequeños, como los cabarets (Spartakus), María Julia y Corach, el animal print, las luces dicroicas, Página/12, Susana, Moria y Tinelli, el PC Fútbol, los videoclubs, Todo x 2 pesos y más y más etcéteras. «Pizza con champagne» fue la fórmula que más trascendió, y quizás debamos simplemente atenernos a ella. El punto es que se generó una sucesión de símbolos aceptados por gran parte de la sociedad como propios de los 90, y el problema central de Uno a uno es que en la mayoría de los casos se busca sembrar los textos de evidentes marcas de estos símbolos para encuadrar el relato, cayendo en subrayados obvios. Los mismos cuentos dentro de una colección que no hable de los 90 podrían resultar más sutiles, más ingeniosos, llenos de pequeños guiños, pero aquí, con una tapa de una rubia con bandana, anteojos oscuros y animal print brillando frente a las luces del Ital Park, se ven las costuras por todos lados, y el resultado es una maquetación en tono literario de las cosas que ya sabíamos sobre aquella época.
Tal vez sea por esto que dentro de un libro homogéneo, en el que el nivel tiende a ser bueno pero nunca deslumbrante y donde todos los relatos son narrados en primera persona, se destaquen los textos desopilantes, los que no tratan de aleccionar ni instruir sobre los 90, sino apenas divertir en el marco de un cuadro de situación contextualizado constantemente por estos símbolos noventosos. «Paddle», de Sebastián Martínez Daniell, y «Próceres argentinos», de Diego Ariel Máteryn, son los mejores porque toman directamente símbolos por excelencia de la época y no los intentan disimular, sino que los exponen hasta el ridículo. Máteryn hace una guerra entre dos parripollos vecinos que, si genera un primer viso de desconfianza en lo obvio y remanido del tema, acaba por hacer estallar en carcajadas al lector en varios momentos del relato. Lo mismo pasa con Martínez Daniell, que esboza una crítica indirecta a la sociedad de la pura imagen, a ese «entintar el bisoñé» que le resulta el paddle, todo contado en una combinación de letras cursivas y redondas con un final en el que se descubren dos tramas superpuestas.
El resto es una mezcla de entretenimiento y nostalgia, como si fuese mirar uno de esos videos de YouTube titulados «¿Te acordás de los 90?» o la mediocre serie online Volver al uno a uno[1]. De esa llaneza se pueden destacar también los relatos de Sonia Budassi, Julia Coria y Pablo Toledo, sólo porque construyen tramas más consistentes y sus relatos son más sólidos, o Washington Cucurto, ya «viejo» para esta selección de jóvenes narradores, que compone un cuento fiel a su propio estilo y que podría decirse que poco tiene que ver con el tópico requerido. Los 90 generan todo el tiempo un ir y venir entre la nostalgia del tiempo pasado (y, en muchísimos casos, disfrutado) y la culpa de haber hecho siempre la vista gorda. Es un tema sobre el que volveremos, pero no desde este espacio, sino en el marco de escrituras más cercanas a lo académico, con el análisis de producciones de tres artes distintas producidas durante el período: el disco Miami (1999), de Babasónicos; la novela Vivir afuera (1998), de Fogwill, y el film Buenos Aires Viceversa, de Alejandro Agresti (1996).
Un pedacito de «Próceres argentinos», de Diego Ariel Máteryn:
Cuando ahora veo que alguien, sentado en el cordón de la vereda, botella de agua en mano, masticas sin ganas una milanesa reseca entre dos pedazos de pan, el corazón se me hace una frutilla arrugada. Porque antes las cosas no eran así. O al menos no fueron así en la época dorada de los pollos, la época de los parripollos, cuando en cada cuadra se podía encontrar un refugio digno para el hambre del mediodía o de la noche.
Llegaron a ser cientos, miles, una plaga. Casi todos iguales: parrilla cubierta únicamente de pollos, freidora industrial de papas, bolsas de plástico para los que se llevaban el pedido, barra bien ancha para apoyar el codo y quizá unas pocas mesas con sillas de plástico algo incómodas, porque enseguida se les vencían las patas y había que hacer equilibrio para no balancearse. Digo que eran casi todos iguales porque el de mi viejo era distinto. Y no porque le faltase algo para ser un parripollo auténtico, nada de eso, sino porque ningún otro hacía funcionar cada sábado, en los fondos del local, un tremendo pollódromo.
Uno a uno, p. 105
Un pedacito de «Paddle», de Sebastián Martínez Daniell:
Quiero que lo piense un momento. Que el deporte es una puesta en acto de la guerra es algo que cualquier memo puede entender. El deporte es la continuación de la guerra por otros medios, diría Von Clausewitz. Es decir: el deporte como intento mimético de transformar lo bélico en lúdico. Ahora visualice el juego del paddle. ¿Verdad que le es familiar? El reglamento, la red, las mismísimas pelotas. ¿Todo esto le recuadro algún otro deporte? El tenis, claro.
El tenis como representación inofensiva de la matanza bélica. Y el paddle como mueca plagiaria del tenis. Que yo no sea capaz de pelear una guerra parece atendible. Que no pueda ganar en la contienda mínimamente auténtica de un digno deporte fundacional ya comienza a revelar visos de debilidad en mi carácter. Pero que ni siquiera sea capaz de ganar al paddle es vergonzoso. Que no pueda demostrar una mínima pericia en el terreno más deprimido de la topografía del quehacer humano… Ignominia.
Uno a uno, p. 239
[1] Sobre esta serie tengo bastante para decir, porque el tópico «los 90» es un tema que genera especial interés. Me limito a acotar que capítulo a capítulo se exhiben todos los símbolos de la década, a la vez que se genera la ambivalencia entre el disfrute y condenar ese disfrute que tanto trascendió en torno al recuerdo de esos años. Es, en cierto modo, una versión aún más explícita de los problemas que señalo para el libro Uno a uno.