La parábola de Pauls
En un país donde la mayoría de las obras de autores nóveles que se editan tienen entre 200 y 1.000 ejemplares y luego de cierto período de tiempo la mitad de esos ejemplares van a destrucción (datos estimativos, no oficiales), bien vale preguntarse por los motivos que pueden llevar a reeditar un libro. Como siempre —y sobre todo a la hora de pensar en la literatura de Alan Pauls—, hay que recurrir a Borges: en este caso al «Pierre Menard, autor del Quijote», cuento del que se desprende que ninguna obra es idéntica a sí misma en un contexto diferente, ni siquiera aquella de la que no se haya modificado una coma. Y Alan Pauls, en el posfacio que cierra la reedición de El pudor del pornógrafo de 2014, asegura que no le ha cambiado ni una sola coma a su ópera prima, de 1984; es más, confiesa que ni siquiera releyó la novela al momento de escribir ese nuevo texto.
¿Por qué tomarnos un espacio para comentar un libro de 1984, si en esta sección intitulada «Nueva Narrativa Argentina en 4 párrafos» nos propusimos leer cosas publicadas después del 2000? Justamente porque buscaremos responder a la pregunta de qué lleva a un escritor consagrado a volver a sacar a la luz su primera novela (más allá del obvio y simplista móvil de sumar ventas, no sólo en Argentina sino en toda Iberoamérica). Y hay algo interesante en leer El pudor del pornógrafo en las dos épocas. Por empezar, la comparación de qué era ser joven entonces y qué es ser joven hoy, una pregunta enorme, que simplificaremos en este párrafo. Alan Pauls —según explica en su posfacio— tenía apenas 21 años cuando escribió esta novela de trama epistolar, en la que un hombre que trabaja de responder la correspondencia de una revista erótica pospone y dilata hasta el final el encuentro con su amada, a quien le escribe como si fuese una dama del siglo XIX. A los 25, Pauls logra publicarla por Sudamericana, a través del mecenazgo del editor de la firma y titular de la cátedra de Teoría Literaria de la nueva carrera de Letras de la UBA, Enrique Pezzoni, una eminencia. La publicación se da luego de un rechazo de la novela en el concurso literario de la misma editorial. Todas estas minucias anecdóticas no son tales si nuestro propósito es entender el valor de una reedición y comprender la importancia de leer literatura con algún tipo de contexto, para terror de cualquier vanguardista o acérrimo defensor de «la letra pura». En 1980, cuando Pauls declara escribir su obra, la facultad de Filosofía y Letras de la UBA estaba cerrada, y los jóvenes con inclinaciones literarias (humanísticas en general) podían optar por cursar muchos latines y griegos clásicos en universidades privadas, arriesgarse al problemático profesorado del Joaquín V. González, con múltiples intervenciones, o estudiar en la llamada Universidad de las Catacumbas, compuestas por grupos de estudio formados por los docentes desplazados de la universidad con el golpe del 66 (en un interesante artículo Diana Maffia se explaya sobre este tema). Esa juventud tenía la responsabilidad de hablar, tenía una misión mucho más trascendente que la que nos toca a nosotros, jóvenes millenials, que sólo tenemos que satisfacer el orgullo de nuestros padres y alcanzar cada uno de los deseos personales, por más estúpidos que estos sean (ver lo que escribimos sobre «la generación del disfrute» aquí). En ese sentido de responsabilidad que recaía sobre los jóvenes de aquel tiempo, cada uno tomó su rumbo: los que seguían la línea del orden, reprimieron sin contemplaciones, haciendo el mayor esfuerzo por depurar a la sociedad; los que creían que el orden debía ser depuesto también tomaron las armas, y también lo hicieron sin contemplaciones; los que querían «un futuro» estudiaron y se quemaron las pestañas estudiando, sin mirar para ver lo que pasaba a su alrededor; y los que tenían «inclinaciones artísticas» y cierto «talento innato» pudieron tomar la voz de la juventud a una edad impensable hoy en día, donde los «jóvenes escritores» tienen 30 ó 40 años (el propio Pauls, a sus 57, a veces es considerado «joven»)y los músicos pueden cantar «para gente adulta» recién a partir de la misma edad[1].
Dicho esto, veamos por un momento la novela de Pauls. En general existen dos clases de novela iniciática (ópera prima): la más habitual es el Bildungsroman o «novela de crecimiento», donde se suelen ficcionalizar cosas que ha vivido el autor (hemos leído un par que podrían responder a este formato aquí); la otra suele ser un intento de innovación a través de un «ejercicio de estilo», donde un autor busca presentarse como tal, con un sello propio y con un amplio dominio de la lengua y de los recursos. Éste sería el caso de Alan Pauls, que con 21 años se oculta tras una máscara de narrador maduro y apela a una temática adulta, extemporánea, sin locación ni tiempo precisos, donde hay una única individualidad que ensaya un monólogo y una serie de cartas con «Úrsula», una fantasía que casi no tiene cuerpo, que no es más que algunas palabras referidas por el mentado pornógrafo. Sin contexto, sin referencias a la ciudad, al país, a la juventud, todo da vueltas en torno a la personalidad doble de un hombre que dedica sus días a recibir relatos eróticos o directamente pornográficos, y a responderles, mientras que en su «vida» (por llamar de algún modo a eso que hace además de trabajar) es incapaz de pronunciar por fuera de las comillas palabras relativas al sexo, a lo soez o a lo vulgar. Disfruta de su amada como una posibilidad, como una diletancia, como algo por concretar. Toda la novela se sostiene sobre el principio de la espera: hasta qué punto se puede sostener el deseo de lo posible. Atravesado por lecturas lacanianas, kafkianas y de teoría literaria (todo lo que un chico de 21 años pueda haber leído e interpretado hasta entonces), El pudor pretende mucho de sí mismo, y por más que se extiende tal vez más de lo debido, lo logra. Incluso el final —aunque un poco previsible— es correcto y revulsivo. Se podría decir, al fin de cuentas, que Pezzoni no erró: encontró en el joven Pauls ciertamente a un escritor sumamente capaz y bastante prematuro.
La pregunta que queda picando, sin embargo, es por qué Pauls se vio a sí mismo de igual forma, 30 años después. ¿Es un elogio a su juventud? ¿Es una devolución de gentilezas con ese veinteañero que fue, y al que luego de 30 años y una vasta obra publicada le hizo honor? La teoría que manejamos por aquí es levemente distinta, y tiene mucho que ver con la nota al pie que se hizo acerca de Fito Páez. Antes de la reedición de El pudor, Alan Pauls venía de publicar una trilogía sobre los años de la última dictadura (Historia del llanto, Historia del pelo e Historia del dinero). Mientras muchos de sus coetáneos morían peleando por la patria socialista (o porque sí), él estudiaba fervorosamente la teoría literaria, se cultivaba, se formaba como escritor, y escribía. Después de que los jóvenes de una generación más chica que él hayan muerto en Malvinas o hayan vuelto como olvidados héroes de guerra, él publicaba su primer libro. No queremos aquí adueñarnos de la teoría de Elsa Drucaroff (ver link) acerca de la generación perdida precedida por una generación muerta a la que no pudieron matar ellos mismos, pero sobre esta reedición de Pauls parece sobrevolar algo de esa culpa fundacional con la que comenzó su carrera de escritor. Tal vez hoy, un crítico avezado en la búsqueda de simbolismos encuentre un modo en que El pudor «en realidad» estaba hablando de la dictadura, la censura, de los muertos (en un modo capusottiano de búsqueda de símbolos, claro está). Pero a primera vista parece claro que el joven Pauls, abstraído en su biblioteca, no pensaba en esas cosas. Sí lo hizo el Pauls adulto, zanjando una cuenta pendiente con sus compañeros de generación. Y la reedición de El pudor bien puede cerrar el ciclo, bien puede cancelar esa deuda del hombre pudoroso que está solo y escribe, pleno de vergüenza, las palabras más horrendas que jamás escuchó, las que él nunca pronunciaría. Con un efecto pendular, este libro publicado en 2014, idéntico al de 1984 en cada coma, se lee de modo completamente distinto: no como una fundación, sino como un final.
Un pedacito de El pudor del pornógrafo:
Me permitirás una afirmación, Úrsula, y la rebatirás si no coincides con ella: creo que, de alguna forma, por algunas señales que distingo en tu carta, tú participas también de este equívoco, y te diré por qué. Te dedicas a describir, casi a citar con palabras textuales, una carta que integra mi archivo (curiosamente se trata de un envío muy reciente que, según te he comentado, representa el extremo a que puede llegar el relato de ciertas desviaciones). Leyendo tu descripción, me dio por pensar que tal carta estaba realmente en tu poder, lo cual es imposible, ya que al consultar mi archivo comprobé que permanecía en mi propiedad. Y repentinamente me pregunté: ¿por qué esa minuciosidad?, ¿por qué esa pasión por detallar lo que yo ya he leído?, ¿por qué referirme otra vez lo que yo intento olvidar confinándolo al archivo? Y la respuesta reside en esa «participación» que te concedo, en el entusiasmo que tu escritura delata. Evocas las escenas más repugnantes, las palabras más soeces; nada en tu carta tiende a evitar, sino que todo parece dirigido deliberadamente a enfrentar lo más espinoso de la cuestión. Bastará con que te recuerde uno de los pasajes de tu carta, aquel en el que escribes: «Me es difícil —y por eso mismo me atrae—imaginarte leyendo lo que yo he descubierto por primera vez; imaginar tu actitud al encontrarte con párrafos como éste: “Nos besamos largamente y con violencia, y su lengua se meneaba rápida dentro de mi boca. Deslicé mi mano bajo el corto vestido y froté las nalgas de su culo a través de la bombacha. Estaba tan caliente que me dolían los huevos y podía sentir el tibio extremo de mi pija contra el muslo”; o las respuestas que pueden ocurrírsete frente a semejante pregunta: “Nos pasamos toda la tarde y la noche cogiendo y paseándonos desnudos por la casa. Nunca gocé tanto a una mujer como a Felisa. ¿No cree usted que es porque la deseé en silencio durante muchos años?”»
Págs. 71-72.
[1] Esta comparación con los músicos está pensada sobre todo trazando un paralelo con la historia de Fito Páez, que a los 19 años se paraba al frente de la Trova Rosarina y componía canciones a la vez que tocaba el piano y cantaba delante del público de Obras durante el 82, en el mismo momento en que los nacidos en el 63, como él, estaban muriendo en Malvinas. A los 21 ya graba su propio disco, justamente Del 63, y casualmente (¿o no?) en 2014 estrena un video donde se hace pasar por un ex combatiente. Del mismo modo, la fundación de Página/12 en 1987 por un Jorge Lanata de 25 años hace pensar que la juventud de los años 80 se daba a los 20, y no a los 30 ó 40, como parece acontecer en los post-2000 (al menos, basados en los autores que estuvimos leyendo).