Los cuentos perfectos
Es muy difícil escribir sobre la literatura de Samanta Schweblin: por un lado, mostrar como un «descubrimiento» a la escritora que está en boca de todos e intentar decir algo nuevo sobre ella parece una tarea banal; por otro, sus cuentos son tan perfectos y cerrados que se bastan a sí mismos y que requieren de un trabajo crítico de una profundidad mayor que la que solemos usar en estos cuatro párrafos. Sin embargo, al hablar de Mariana Enriquez hace unos meses, dijimos que íbamos a completar la trilogía del pequeñísimo boom de narradoras argentinas que integran las dos mencionadas y Selva Almada, de quien ya nos hemos ocupado hace un par de años. Sobre la autora sólo diremos que nació en Buenos Aires en 1978, que con apenas 23 años ya había ganado el primer premio del Fondo Nacional de las Artes por su primer libro de cuentos, El núcleo del disturbio (2002), y que desde entonces vive en Berlín, donde escribió la nouvelle Distancia de rescate (2014) y sus otros libros de cuentos, Pájaros en la boca (2009) y Siete casas vacías (2015). Para conocer más sobre ella, basta escribir «Samanta Schweblin» (o algo parecido) en Google y encontrar varias entrevistas, un montón de reseñas y, sobre todo, los premios y reconocimientos internacionales que acumula con estos cuatro libritos que apenas llegan a las 500 páginas de letra enorme sumados entre sí. En este caso nos ocuparemos del último en ser publicado, Siete casas vacías.
Lo lindo de estos libros tan pequeños y tan espaciados en el tiempo es el evidente «cuidado» que presentan, un énfasis en el detalle que nos asegura que ninguna línea está de más, que todo cuento ha sido leído y releído hasta el hartazgo por la autora, quitando cada una de las palabras que podían sobrar. En realidad no sabemos cómo es el proceso de creación de Schweblin, pero el resultado parece sostener esa hipótesis. Es suficiente con leer el índice de Siete casas vacías y encontrar siete cuentos que suceden (o comienzan) en casas (o mejor, en sus márgenes, como se señala en esta entrevista): empieza con tres cuentos cortos y termina con tres cuentos cortos, mientras que en el medio se destaca la vedette, «La respiración cavernaria», una historia que exige la repetición, que necesita mostrar cómo todo sucede una y otra vez para poder generar el impacto ominoso que significa el no recordar. Está claro, en la literatura de Schweblin hasta la extensión de los relatos está calibrada con cuidadosa precisión.
Además de «La respiración cavernaria», los otros cuentos también horadan en las mentes de sus protagonistas, gente aparentemente normal que a veces se tara, que no puede terminar de procesar algo en su cabeza, como la mujer de «Nada de todo esto», que lleva a su hija a pasear por casas palaciegas que no son suyas, o los abuelos que andan desnudos por el barrio con sus nietos en «Mis padres y mis hijos», e incluso las protagonistas de «Cuarenta centímetros cuadrados» y «Salir», que parecen un poco más normales, aunque tienen sus deslices al deambular por la ciudad. Pero la joya del libro —además del extenso cuento central, una disección tenebrosa y perfecta de una mente sin recuerdos— es «Un hombre sin suerte». El cuento recuerda a «Un día perfecto para el pez banana» («A Perfect Day for Bananafish») de J. D. Salinger, donde se narra un encuentro lleno de equívocos y de elementos «no dichos» entre un hombre adulto y una niña, en un clima sórdido donde las significaciones se multiplican y se ve lo delgada que puede ser la línea que separa la «bondad» del abuso. En el caso del cuento de Salinger el final aumenta aún más la inquietud del lector, que no sabe si la mente perversa le corresponde al personaje o a su propio ser. La operación que hace Schweblin es distinta, porque en este caso es la nena la que narra (con mirada de niña y con voz adulta) lo que sucedió el día de su cumpleaños número 8, cuando su hermanita menor le quitó el protagonismo bebiéndose una taza entera de lavandina. De urgencia camino al hospital en el auto familiar es necesario sacar un pañuelo blanco por la venta para poder avanzar; entonces el padre le pide la bombacha a la nena, y ante su incredulidad, la madre la insulta hasta que obtiene ese preciado triangulito de tela blanca que delata la urgencia del auto y hace que los otros se corran. Desde ese momento, la nena desnuda debajo del jumper colegial genera una incomodidad insoportable en el lector. Mientras papá y mamá se ocupan de la hermana en el hospital, la nena sin bombacha se sienta en la sala de espera, hasta que llega un hombre. La magia del relato es (spoiler alert) no mostrar un abuso —lo que pensamos tradicionalmente que es un abuso—, es mostrar cómo la nena confía en ese hombre bueno, que logra vencer las resistencias. Schweblin va más allá: cuando la madre le grita «hijo de puta» al abusador y el padre sale corriendo a golpearlo mientras las fuerzas de seguridad lo retienen, la nena parece ponerse del lado de su abusador y en contra de sus padres, que no quisieron celebrar su cumpleaños, volviendo todo aun más inquietante que al comienzo.
El estremecimiento llega al clímax en este cuento, pero es una constante en todos los relatos de Siete casas vacías. Hay algo inquietante en ese vacío que no se explica, porque las casas de todos los cuentos están habitadas, y sin embargo parecen ser apenas una carcasa, un espacio que sirve como excusa para merodear por sus márgenes. No pretendemos resolver ni agotar la cuestión, porque como dijimos, los cuentos de Schweblin, si bien de lectura sencilla, son complejos y demandan mucho del lector para la construcción de sentidos. De todos modos, sí nos queda plantear la pregunta acerca del lugar que ocupa Schweblin en el sistema literario actual. ¿Es esto lo «nuevo» en literatura argentina o, por el contrario, es una versión «for export» de una heredera de Bioy Casares y Silvina Ocampo con un toque menos fantástico y más psicologisista? Apenas en dos cuentos existen referencias a un contexto levemente porteño, mientras que en el resto, las casas pueden ser cualquier casa y la gente, gente de todo el mundo. No abogamos aquí por una literatura «argentina», entendida como un fresco de color local, pero el tono de los cuentos de Schweblin la acercan a una «literatura universal» mucho más que a una «argentina», lo que explica —junto con su asentamiento en Berlín, sus ediciones en España y su innegable talento— el porqué de su rotundo éxito internacional y el abarrotamiento de su vitrina.
Un pedacito de Siete casas vacías:
La lista era parte de un plan: Lola sospechaba que su vida había sido demasiado larga, tan simple y liviana que ahora carecía del peso suficiente para desaparecer. Había concluido, al analizar la experiencia de algunos conocidos, que incluso en la vejez la muerte necesitaba de un golpe final. Un empujón emocional, o físico. Y ella no podía darle a su cuerpo nada de eso. Quería morirse, pero todas las mañanas, inevitablemente, volvía a despertarse. Lo que sí podía hacer, en cambio, era organizarlo todo en esa dirección, aminorar su propia vida, reducir su espacio hasta eliminarlo por completo. De eso se trataba la lista, de eso y de mantenerse focalizada en lo importante. Recurría a ella cuando se dispersaba, cuando algo la alteraba o la distraía y olvidaba qué era lo que estaba haciendo. Era una lista breve:
Clasificarlo todo.
Donar lo prescindible.
Embalar lo importante.
Concentrarse en la muerte.
Si él se entromete, ignorarlo.
«La respiración cavernaria», pp. 45-46.