Otra caminata por la Reina del Plata
Ya hemos reseñado algunas colecciones de cuentos de autores varios (por ejemplo aquí y aquí); en general se trataba de nuevos narradores intentando insertarse en el mundo literario, que traían su nombre a cuestas y un puñado de cuentos, tal vez algún libro publicado en una editorial menor. En este caso La Bestia Equilátera trajo una propuesta distinta, carente de la figura del «compilador» y del tan habitual prólogo que tiene por función aunar temáticas, hacer una lectura mínima de cada texto e intentar unir con voligoma, plasticola o fastix los textos que en general se parecen poco y nada entre sí. Matías Serra Bradford (presumiblemente, el compilador) firma un texto rayano con lo poético, de apenas 3 páginas, donde se deslinda de cualquier tipo de responsabilidad de explicar la unidad de los relatos que le van a suceder, y plantea la única opción posible para narrar la ciudad: debe hacerse como un «retrato cubista», sin otra ley que el azar. Buenos Aires, la ciudad como un plano es una propuesta clásica, pero con un subyacente y sugerente subtítulo que marca una idea común en todos los textos, una percepción distinta de lo que podrían ser sencillas crónicas y relatos de Buenos Aires: entender a la ciudad como un plano es llevarla al papel, es ubicarla como una sucesión de coordenadas que extranjerizan la mirada y la vuelcan al mapa, donde se resigna el mito de las tres dimensiones y de «lo real», «lo mimético», y se aspira a un deambular de flâneur por una serie de construcciones, que son más culturales que arquitectónicas.
El recorrido no lo marca el compilador, sino cada uno de los narradores, que despliegan su estilo con las espaldas anchas de tener ya un nombre sólido en el mundo literario. Por eso, las historias aparecen ubicadas sin más orden que el alfabético, sin pretensión de mostrar una unidad, sino un caleidoscopio donde cada autor se apropia de la ciudad por unas páginas, explica qué le significa para él/ella, en casi todos los casos con un marcado realismo (en la mayoría, narrando historias propias en primera persona) que genera, sin embargo, el mentado efecto cubista, el crisol de experiencias que ofrece esta megalópolis que se cae del mapa. Los nombres de escritores se desperdigan en el libro con el mismo azar que los nombres de próceres se desperdigan en un plano de la ciudad, sin que digan nada, sin que exista una dirección clara (y esto también está bien planteado desde la tapa, donde los autores son calles). ¿Quiénes escriben? Arnaldo Calveyra, María Carman, Sergio Chejfec, Marcelo Cohen, Edgardo Cozarinsky, María Sonia Cristoff, Daniel Guebel, Sylvia Molloy, Dalfia Oken, Alan Pauls, Martín Rejtman, Graciela Speranza y Anna-Kazumi Stahl, en orden alfabético, tal como aparecen en el libro. Nombres más conocidos algunos, menos conocidos otros, pero con una historia literaria de peso para la ciudad de Buenos Aires, para el relato de ciudades, o para ambos.
Por supuesto que los nombres son sólo nombres, nada implica que entre ellos hagan un gran libro. Como toda antología, Buenos Aires es dispar, tiene buenas piezas y otras hechas tan sólo para cumplir con lo pedido. Mejor será hablar de lo bueno, y olvidar por un momento el recuento pobre, desinformado y plagado de corrección política y añoranzas vulgares de «Miserereplatz» que hace un Edgardo Cozarinsky ajeno ya a esta ciudad, o el relato sociológico más esperable en una crónica de domingo en el diario que en un libro impreso que hace María Carman sobre el mundo de los cartoneros y el obvio contraste que generan en la estación de Belgrano R. Tampoco logran convencer la eterna descripción de la estación Retiro de Marcelo Cohen (¿era la primera vez que estaba en Retiro? ¿No supuso que el lector ya la podía conocer?) ni el inverosímil cuento «Humo», de Daniel Guebel, que logra sostener la tensión pero que por momentos se olvida de la Buenos Aires que debía narrar. Lo bueno, decíamos. Y lo mejor ocurre con las narraciones de los recién llegados. Anna-Kazumi Stahl, por ejemplo, es una escritora norteamericana, de origen japonés, que en 1988 vino a Buenos Aires y que en 1994 se instaló en el país, adoptando el idioma, la literatura y su cultura. En el relato «Primeros días porteños» cuenta todas las sensaciones de una extranjera del Primer Mundo enamorándose del caos ordenado de esta ciudad, los pequeños descubrimientos como los taxis negros y amarillos o la inflación que avanza minuto a minuto y que se combate en falsas casas de cambio que también son joyerías. Graciela Speranza —estudiosa de la errancia en las ciudades del siglo XXI— comienza «Pasajes» por las galerías de París, para luego volver a «la París de América del Sur» y contrastarlas, en un avance por la calle Florida y el microcentro porteño con la mirada del flâneur parisino/benjaminiano. Sylvia Molloy también regresa a la ciudad y también pasea por Florida, tal como su título lo indica: «Paseás por Florida». Pero el gran arribo se da casi al comienzo del libro: Sergio Chejfec exhibe lo mejor de su producción en un recorrido absurdo por la ciudad y por la guía telefónica, donde un hombre llamado Samich llega a Buenos Aires buscando primero la casa de Cortázar y después a todos los escritores vivos de la década del 30, confeccionando así un mapa aleatorio y totalmente novedoso de una Buenos Aires que se reduce a una serie de casas de familia desperdigadas por distintos puntos de la ciudad; desnuda de todo el resto de las casas, en «El testigo» se descubren vecindades inesperadas y un mundo mítico en el que la guía telefónica era un elemento constitutivo de la vida de los porteños.
Buenos Aires resulta práctico para obtener una muestra de algunos escritores consagrados en décadas anteriores a la que leemos en esta sección, desde la absurda pericia de Chejfec para narrar recorridos de ciudades a los abúlicos personajes de Martín Rejtman y su realismo de tono monocorde, del que hemos hablado ya o a la literatura de hombre culto new age con múltiples guiños a la Academia de Alan Pauls. También sirve para descubrir (en mi caso) la bella prosa poética del más veterano de los escritores de esta colección, Arnaldo Calveyra (nacido en 1928) o la intensidad narrativa de la mucho más joven María Sonia Cristoff. Pero sobre todo, el libro funciona como un lugar de encuentro con la ciudad, un intento más de abordar lo inabarcable, de explicar la megalópolis, de tratar de entender al lugar que nos cobija y del cual formamos parte, con el agregado de que esta vez (a diferencia, por ejemplo, de la ensayística de Martínez Estrada en los años 30) no se pretende hablar de una totalidad, sino de fragmentos, dando la batalla por perdida de antemano, pero sin que eso implique dejar de afrontarla.
Un pedacito de Buenos Aires, la ciudad como un plano:
Salgo al hall principal del aeropuerto. June me ve y la veo; nos saludamos con entusiasmo, con un abrazo, y marchamos hacia la puerta de salida.
El taxi está pintado de negro con techo amarillo nos sentamos atrás y June le da indicaciones al chofer en un español fluido, magistral. El sol me irrita los ojos. Froto las manos, las junto y soplo para calentarlas. Ingresamos en una autopista transitada: unos cuantos automóviles son modelos viejos, la carrocería algo destartalada; hay camiones grandes para combustible, para leche, y otros, pequeños y enclenques, que llevan a trabajadores o herramientas, barriles y cables. De pronto, en una rampa elevada, se muestra la ciudad —es la primera vez que la veo— y es un mar de grises y plateados, turbulento y enérgico. Luego bajamos nuevamente y la vista panorámica desaparece. Creo que me duermo. June charla en español con el taxista. Tengo unos clips para el armazón de mis anteojos, un par antiguo que compré en Alemania. Busco el estuche en la mochila que llevo, y los encuentro: las fachadas, el asfalto, el fragmento de cielo visible se torna verde oscuro.
Llegamos. No a una casa, o un departamento, o una carpa, paradero o refugio de ningún tipo. Estamos en pleno centro metropolitano: tránsito, bocinas, cemento y neón. Apenas logro echar un vistazo al cartel de la intersección; parece un milagro, pero capto los nombres de las calles: Carlos Pellegrini y Corrientes. Estamos en el centro, dice June, y entonces grabo centro junto a Carlos Pellegrini y Corrientes en la memoria, pero estos términos quedan ahí sueltos como semillas disecadas en un calabacín: tengo las coordenadas pero me resultan indescifrables, imposibles de ubicar en una sintaxis mayor, una coherencia urbana. Casi le hago esta observación a June, pero lo pienso mejor y me callo. Porque temo que, si le digo esto a June, ella irá de inmediato a comprarme un mapa. Y no quiero. Preferiría, mientras pueda, seguir sin eso. Me vuelve a la mente la impresión que tuve cuando pasamos por una parte elevada de la autopista: la ciudad como mar gris, movida, por momentos resplandeciente, y de pronto opaco, pero sobre todo variable, movediza. ¿Será Buenos Aires así? ¿Podré captar esa impresión una vez que haya comprendido «el sistema urbano»? En silencio me prometí tratar de recibir la ciudad en raciones mínimas.
«Primeros días porteños», de Anna-Kazumi Stahl, pp. 211-212