Acerca del nombre propio

Casi todo lo que saben los que poco saben sobre ortografía es que los nombres propios se escriben con mayúscula. Entonces enseguida aprenden que su nombre es «Juan Pérez» y no «juan pérez», o que viven en «Argentina» y no en «argentina» (aunque esto traiga aparejado el error de incluir la mayúscula cuando la palabra está funcionando como adjetivo gentilicio, es decir, cuando se habla de «una chica argentina» o de que «las Malvinas son argentinas», que va así, en minúscula). Desde el primario se distingue el nombre propio del nombre común o, usando la terminología escolar, el sustantivo propio del sustantivo común, de «perro» a «Bobby», de «país» a «Colombia». Bueno, como asumimos que eso ya es sabido por todos, lo que haremos aquí será comentar una serie de reflexiones en torno a lo que conocemos por «nombre propio», empezando por el de uno mismo, claro.

Lo primero que todo niño aprende cuando se acerca a la escritura es su propio nombre. Uno pensaría que un «Juan» la tiene más fácil que un «Brian», por ejemplo, ya que su nombre suena igual que como se escribe, pero resulta mucho más probable que los niños comiencen escribiendo no por fonética sino por imitación: primero escriben su nombre tal como copiarían cualquier otro dibujo (es decir, hacen el dibujo letra a letra) y recién en un estadio posterior comprenden el significado de cada carácter. Lo central es que es lo primero que define a cualquier persona, incluso antes de nacer, es lo primero que aprenden a escribir, y es lo que todos, si la suerte nos acompaña, dejaremos en este mundo: un pedazo de piedra donde, sin muchos más datos, figuran esas letras que nos definen para toda la vida, una vez más, nuestro nombre.

La circulación del nombre propio, lo que nos significa a cada uno la inscripción, ese «tener un nombre», «el buen nombre», la importancia del legado familiar y del linaje, etcétera, son cuestiones esenciales en cualquier ámbito de la vida. Desde el Quijote hasta Sarmiento, en clave humorística o en clave seria, todos están intentando dotar a su nombre de cualidades que le permitan ser famoso, conocido; en definitiva, conseguir que su nombre propio los sobreviva a ellos, vulgares mortales.

Para alejarnos de la literatura y acercarnos al terreno de lo cotidiano, desde hace un par de meses se está dando un hecho curioso en la prensa: el portal de noticias Infobae ha tomado la extrañísima decisión de llamar «Cristina Elisabet Kirchner» a la ex Presidenta de la Nación comúnmente conocida como Cristina Fernández de Kirchner o simplemente «CFK» para ahorrar valiosos caracteres. No fuimos los primeros en notarlo, y en uno de esos foros que tanto circulan por Internet los foristas sospechan que el motivo por el que en Infobae empezaron a nombrar así a CFK está vinculado a que ella declaró en tribunales que no le gusta ser llamada de esa forma («Elisabet» es su segundo nombre, así, con esa grafía). Si este es el motivo, nos deberíamos retrotraer a aquellos momentos en los que comenzábamos a escribir, porque la polémica tendría el nivel intelectual digno de la salita azul. Más allá de eso, es interesante destacar que se busca el agravio a través del nombre propio, tal como se hizo antes al intentar llamarla «presidente» en vez de «presidenta» (esto ya lo hemos tratado aquí: el agravio no es porque «presidenta» sea la forma correcta, sino porque ella había elegido llamarse a sí misma de ese modo, y algunos —realmente los menos, incluso entre los opositores— optaban por la forma «presidente» supuestamente obsesionados por el cuidado de una impoluta gramática, pero en realidad buscando irritarla). Del mismo modo pero en veredas opuestas, Horacio Verbitsky y otros llaman al actual Presidente de la Nación, Mauricio Macri, «Maurizio Macrì», intentando vincularlo con el partido Nazi, algún mafioso italiano o vaya uno a saber qué otra cosa (la polémica también llegó al foro Reddit y también parece digna de la salita azul).

Cristina Elisabet Kirchner - InfoBae - 1-7-16

Maurizio Macrì - Verbitsky

Estos modos de opinar a través de la ortografía, de dar a entender ciertas cosas y de tomar posición sobre otras, cuando tocan lo vinculado al nombre propio resultan aún más significativos que cualquier otro tipo de opinión directa. En el nombre se juegan muchas cosas, desde la historia personal hasta la búsqueda por la identidad[1]. La emoción suscitada por el comienzo y el final de El Padrino II, por ejemplo, no tendrían mejor explicación que esa: (spoiler alert) al inicio, el niño Vito Andolini es anotado como «Vito Corleone» porque el oficial de migraciones que lo recibe en Nueva York lee el nombre del pueblo del que proviene cuando lo anota; al final, Vito Corleone regresa a su pueblo en Sicilia y le abre la panza con un puñal a quien había asesinado a toda su familia, no sin antes decirle el nombre de su padre, «Antonio Andolini». Así, una palabra (el nombre propio familiar, dejado de lado en su llegada a Estados Unidos) vale por un justificativo suficiente para asesinar, es un sintagma repleto de sentidos.

En línea con esto, y siguiendo también la noción de circulación del nombre, podemos decir que muchos nombres propios tienen una carga enorme, están asociados a miles de cosas, mientras que otros nos significan tan poco… En Letras, por ejemplo, hay un concepto que se usa para burlarse de alguien que gusta de aparentar grandes conocimientos mencionando distintos nombres: «name dropping», «dejar caer nombres». Si decimos «Borges», probablemente muchos puedan llenar ese significante con algunas características: el más destacado escritor argentino, autor de Ficciones y de El Aleph, amigo de Bioy Casares, escritor de cuentos, ensayos breves y poesías, etcétera. En cambio «César Aira» no es un nombre propio al que cualquiera le pueda asignar características, y mucho más «de nicho» es «Héctor Libertella», por ejemplo. No sucede sólo en Letras: en Medicina son montones las enfermedades que llevan un nombre propio en honor a quien la descubrió, describió o padeció por primera vez. Y en realidad el name dropping está presente en la más pura cotidianeidad: notemos que cuando se encuentra a alguien desconocido pero con algún vínculo en común, la primera charla obvia es: «Ah, ¿ibas al club Obras? ¿Conocés a Mauro Rodríguez y a Gonzalo Gómez?»

Los nombres propios encierran el misterio de definirnos desde el principio hasta el fin de nuestra existencia, y es mucho lo que se dice a través de ellos. Con una acción indebida uno puede «manchar el nombre familiar» para siempre y con una vida recta, enarbolarlo y colocarlo en lo más alto de la estima popular (siempre es más fácil y rápido romper que construir). Por eso también se vuelve esencial respetar la escritura de los nombres, su grafía, incluso su pronunciación. Muchos dirán que no existe tal cosa como «la ortografía para los nombres propios», algo que es absolutamente falso: todos los nombres traen su historia, y la grafía, tanto como su pronunciación, debería ser la que cada individuo utiliza como propia, porque en última instancia es a él a quien se designa.

Puesto que hablamos de nombre propio, es justo que abandone la primera persona plural y que pase a la singular, con una breve historia personal (en este momento el buen lector sabrá abandonar el texto; los curiosos podrán seguir con la lectura).

Mi nombre es Nicolás Scheines, y desde que nombro mi apellido, digo inmediatamente después de pronunciarlo: «Ese, ce, hache», para que lo puedan escribir. Lo pronuncio /ʝ̞éines/ («yeines») sin más motivación que la pronunciación heredada de mi familia. El origen no es claro, pero sería ruso o yiddish. En cualquier caso, judío de Europa del Este. Mi nombre, «Nicolás», desde que lo aprendí a escribir, lo pongo con tilde en la «a» final, de acuerdo a las reglas de acentuación del idioma español. Proviene del griego, de las palabras νικη (niké) = victoria y λαος (laos) = pueblo, es decir, «La victoria del pueblo». Tiene variaciones en los más diversos idiomas, pero sólo en español se escribe «Nicolás».

El hecho concreto es que durante la tramitación de mi título como Licenciado en Letras me enviaron un correo electrónico para corroborar que mis datos fuesen los correctos. De lo contrario, tendría que asistir a solicitar el cambio en la tan temida sede de trámites burocráticos de la UBA, en Uriburu 950. Reviso: apellido, ok; DNI, ok; fecha de nacimiento, ok; nombre del título, ok; fecha de última materia rendida, ok. Y «Nicolas», escrito así, sin tilde. Pienso: ¿debo perder mi hora de almuerzo en ir a hacer un trámite para incluir un manchoncito de tinta sobre la hoja? Pienso: ¿debo resignarme a ver mi nombre mal escrito cada vez que vea mi título por no hacer un trámite de un par de horas? Resuelvo ir. El trámite no era por una ventanilla luego de una enorme fila, sino en una oficina, donde yo era el primer y único interesado. El empleado público me atiende, me pide el número de turno que yo había solicitado por Internet, abre mi expediente guardado en un folio, adentro de una carpeta adentro de un fichero adentro de un mueble y me pregunta cuál es el cambio a realizar:

—Mi nombre está sin tilde, me gustaría agregarla. Me llamo Nicolás, y la «a» está sin tilde.

—A ver, ¿trajiste tu DNI?

—Sí, acá está —le digo mientras extiendo la tarjetita.

—Claro, lo pusimos bien: está sin tilde porque en tu DNI está sin tilde.

—Sí, ya sé que está sin tilde pero ningún DNI tiene tilde.

—¿De dónde sacaste eso? —me pregunta, curioso.

—Bah, tal vez algunos tengan, pero el mío no lo tiene…

—¿Y por qué no reclamaste cuando te hicieron el DNI sin la tilde?

—Es que no me importó tanto porque asumí que no la pusieron porque está todo el nombre escrito en mayúsculas.

—¿Y eso qué tiene que ver? Las mayúsculas llevan tilde —me interrumpió el culto empleado estatal.

—Sí, claro, yo lo sé eso, me dedico a enseñarlo, pero bueno, sé que hay mucha gente que no lo sabe, e históricamente los documentos públicos impresos no llevaron tildes en sus mayúsculas por problemas de moldería, como muchos carteles de calles por ejemplo.

—Sí, pero eso es un error: las mayúsculas llevan tilde.

—Coincido en un 100%, del mismo modo en que seguramente vas a coincidir vos conmigo en que «Nicolás» también lleva tilde, esté o no esté con mayúscula.

Se frena. Detiene el diálogo y al ratito me pregunta, como a punto de revelar una verdad:

—¿Partida de nacimiento trajiste?

—No.

—¿Y cuando empezaste el trámite?

—La verdad que no me acuerdo, lo empecé hace más de un año…

—¡Acá está! —dice victorioso, sacando una fotocopia de mi partido de nacimiento del folio, muy seguro de su inminente niké (victoria). Investiga un segundo, luego la da vuelta, señala con el dedo y completa:— ¿Ves? Acá está, «Nicolas» sin tilde. Tu nombre no lleva tilde.

Veo la hoja: en tinta de fotocopia se reproduce un documento completado a mano que dice «Nicolas Scheines». Analizo un momento en silencio la situación. Luego hablo.

—¿O sea que mi nombre no responde a mi voluntad y a las reglas de ortografía del español en un país hispanoparlante que en 1988 exigía usar nombres aceptados por el idioma castellano, sino a que el hombre o la mujer que me anotó en el registro civil sepa o no esas reglas ortográficas y las recuerde al momento de escribir en mi partida de nacimiento? ¿Me estás diciendo que me vine hasta acá para poner una manchita arriba de una letra en mi título y que no lo voy a poder hacer?

—Es que te tendrías que haber quejado cuando te hicieron el DNI, para que después modifiquen tu partida de nacimiento. Yo te tengo que hacer el título con el mismo nombre que figura en el DNI.

–¿Es decir que mi nombre nunca fue «Nicolás Scheines», sino «Nicolas Scheines», y recién ahora me vengo a enterar?

Sólo me quedaba firmar una declaración en la que aseguraba que los datos eran correctos, incluyendo el «Nicolas». No sólo eso: como al lado de mi firma aclaré, como siempre y a toda velocidad, «Nicolás Scheines», con tilde, el empleado me exigió hacer una llamada al lado de la aclaración de mi firma, diciendo «no corresponde la tilde» y firmando al lado. Tengo para mí que él gozó plenamente en ese momento.

De todos modos todo esto lo cuento sin rencor hacia él, con quien discutimos en los mejores términos, sino con el azoramiento de venir a enterarme de que mi nombre había cambiado. Mínimamente, pero había cambiado. Así y todo, yo me seguiré llamando Nicolás, con tilde, y seguiré firme en mi cruzada de dar a los nombres propios la relevancia que se merecen.

[1] En este artículo todo el tiempo resuena la lucha por la identidad de los hijos de desaparecidos durante la última dictadura argentina. En este caso elegimos eludir un tema tan sensible y apelamos a otros que no tengan una carga tan significativa.

 

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