A continuación presentamos un trabajo sobre dos eminencias de la literatura argentina del siglo XIX que poco tienen que ver entre sí: el Martín Fierro de José Hernández y las causeries de Lucio V. Mansilla. Todo detrás de ver cómo funciona el espacio de frontera en ambos textos.
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EL ESPACIO DE LA ‘MESTURA’
La frontera en El gaucho Martín Fierro, de José Hernández, y en “El famoso fusilamiento del caballo”, de Lucio V. Mansilla
En El gaucho Martín Fierro[1] la frontera es el símbolo de la caída, el lugar que hace de Fierro un ‘gaucho malo’, que lo separa de su ‘china’ y sus hijos, de su rancho y de su trabajo, y que entierra a éstos: cuando Fierro no halla “ni rastro del rancho”, dice: “¡Yo juré en esa ocasión / Ser más malo que una fiera!” (VI, 169)[2]. Este es el punto de quiebre en la vida de Fierro:
Yo he sido manso primero,
Y seré gaucho matrero;
En mi triste circunstancia,
Aunque es mi mal tan projundo,
Nací y me criao en estancia
Pero ya conozco el mundo.
(VI, 184, cursiva nuestra)
Acto seguido, Fierro asiste pendenciero a la pulpería y comete su primer asesinato verdadero: mata al moreno (en la frontera se había ‘cargado’ algunos indios, pero estas muertes eran un trabajo a cumplir, tenían un motivo valedero —no el de ‘defender la patria’, sino el de realizar bien su trabajo para recibir su paga y, a los 6 meses, poder volver a su rancho—). Fierro “ya conoce el mundo”, la frontera es el lugar de la experiencia adquirida, el espacio de la madurez, donde entra en contacto con el otro. En La ida de MF no se describe a la frontera como un espacio físico (ya lo señaló Borges [1988: 141]: “la geografía del poema vacila entre la frontera del Sur […] y la del Oeste”), sino justamente como ese espacio de mixtura, de cambio, a mitad de camino entre dos mundos: entre la patria y el indio, entre el gaucho bueno y el gaucho malo, entre el yo y el otro, entre el nosotros y los otros.
En este choque con lo otro, Fierro adquiere esa experiencia que tanto va a valorar (recordemos que “nada enseña tanto / Como el sufrir y el llorar” [II, 21] y que “Aquí no valen dotores, / Sólo vale la esperiencia” [IX, 253]), y que es ni más ni menos que la que le da su voz para cantar:
Que el hombre que lo desvela
Una pena estraordinaria,
Como la ave solitaria
Con el cantar se consuela. (I, 1)
En la frontera, Fierro no solamente descubre el maltrato, la miseria y los rigores del poder. Desde el uso de las voces, el poema también muestra cosas que Fierro no dice explícitamente. Por ejemplo, que si bien el Juez de Paz, el Jefe y el Mayor son sus superiores, ellos hablan como él (el Juez dice “revelar” en lugar de “relevar” [III, 60], el Jefe dice “resierte” por “deserte”, “juerte” por “fuerte” y “dijunto” por “difunto” [III, 66] y el Mayor, “dentrao” por “entrado” [IV, 126]). En medio de estas voces, aparecen otras complemente distintas, que Fierro se esfuerza por imitar. Si el indio, lanza en mano, grita “Acabáu cristiano, / Metáu el lanza hasta el pluma” (III, 97), imitando el castellano de los gauchos, pero con cierto ‘acento’, marcado por las tildes y las “u” finales, el gringo (italiano) es puro objeto de burla, y su voz es tan distinta que Hernández la destaca en negrita (V, 142, 144). “Tal vez no juera cristiano, / Pues lo único que decía / Es que era pa-po-litano” (Ibíd., negrita en el original), dice Fierro, y una vez más, señala la diferencia: el ser o no ser cristiano no implica una creencia, sino una pertenencia para Fierro.[3]
La frontera queda planteada entonces no a partir de sus características físicas (Fierro no hace una descripción ‘pictórica’ del lugar), sino a través de un sistema de relaciones en donde tienen parte distintos actores: la “gauchada” (IV, 113) o “gauchaje” (VI, 158), que da una idea de comunidad entre iguales (gauchos); los agentes del Estado, que hablan la voz del gaucho pero que son traidores a la causa, pues son los causantes de todos sus males, los que ‘encierran’ a los gauchos en la frontera, negándoles lo que les es intrínseco de su ser: su sentido de libertad; los gringos, que comparten bando con los gauchos, pero que son ridiculizados y denostados por Fierro en un extenso pasaje (V, 142 a 155); y los indios, que son ‘el otro’, y que no aparecen sino en el combate, demostrando toda la ferocidad y la crueldad (“Luego sus tripas recoge, / Y se agacha a disparar”, “Les descarnaban los pieses, / A las pobrecitas, vivas” [III, 85, 86]) que Fierro les atribuía.
Sorprende el temor que Fierro le tiene al otro, a la mezcla de culturas:
Formaron un contingente
Con los que del baile arriaron,
Con otros nos mesturaron,
Que habían agarrado también.
Las cosas que aquí se ven
Ni los diablos las pensaron.
(III, 57, cursiva nuestra)
La frontera es ese espacio en el que se va a dar la mezcla de culturas que no se da en la estancia —espacio cerrado de sociabilidad— ni tampoco en la pulpería —donde, si bien existe mayor circulación de personas, la ‘gauchada’ es la que predomina y la que impone sus modos—. La ‘mestura’ es cosa del diablo para Fierro, y por eso resulta esperable que encuentre en Cruz a un amigo entrañable (a quien incluso, cede su bien más preciado: el espacio para que cante), pues son los dos “[a]stillas del mismo palo” (XIII, 367). Que vayan juntos a las tolderías hace de la frontera un lugar más simbólico aún: es ese espacio de latencia entre uno y otro estado, lo que media entre un ‘gaucho de estancia’ y un gaucho con experiencia, capaz de atravesar esa frontera infranqueable, de ir más allá, al encuentro del otro para mezclarse con él. El Fierro temeroso de la mixtura que la frontera le impone, busca traspasarla para llegar a otro orden establecido: el de los indios. Quiere ir a las tolderías para adquirir las costumbres del otro (fabricarse un toldo, tener una ‘china’, no trabajar, vivir el malón [XIII, 382 a 387]), y rompe la guitarra, gesto simbólico si los hay: no sólo calla, sino que pone punto final a su voz de gaucho cantor.
La comunidad de la ‘gauchada’ se abandona por la del indio, lo que demuestra que ese ‘ser cristiano’ no era importante por la connotación religiosa sino por su significado de pertenencia a una comunidad, y la frontera se traduce en un espacio vacío, habitado por muchos, pero de sociabilidad imposible. “La desgracia original es el desorden”, asegura Sarlo (1979: 8) sobre el poema de Hernández, y este desorden se da en la frontera. Fierro busca volver al orden inicial del rancho y, en su defecto, se conformará con ir con Cruz (otro igual a él) a otro orden distinto en costumbres, pero similar en su forma de comunidad organizada.
Por su parte, Lucio V. Mansilla, en su extensa causerie “El famoso fusilamiento del caballo”, narra otro episodio de frontera (ese espacio que José Hernández había cargado de simbolismo casi una década atrás), pero con su propio estilo conversacional marcado por la digresión. Desde su escritorio le dicta a su secretario una historia que lo tiene a él como general en la frontera de Río Cuarto, lidiando con los indios y con sus propios hombres, y se dispone a contar un famoso fusilamiento de un caballo, pero al ser este hecho tan famoso, parece que ni siquiera tendría sentido contarlo, pues lo da como ya sabido, hasta el punto tal de que recién lo cuenta después de cinco entregas de sus causeries. En algún momento declara un afán descriptivo: “veamos un poco lo que eran, en aquel entonces, las fronteras del Interior de la República” (1963: 122-123) sugiere, e incluso solicita que “no se [le] reproche el ser prolijo en los detalles: es la manera de los viajeros” (Ibíd.). Sin embargo, tal como en La ida de MF, esa descripción ‘pictórica’ que se podría esperar de la frontera está del todo ausente, y aquí también, entre digresión y digresión, aparece como central el complejo sistema de relaciones que se da en la frontera. Las voces de los distintos actores se mezclan, y Mansilla hace gala de un recurso ya utilizado en Una excursión a los indios ranqueles: “Hablaré como él habló” dice en esa obra para introducir la historia del paisano Miguelito (en Schvartzman, 1996: 162), y en “El famoso fusilamiento del caballo” repite el mecanismo: en un diálogo narrado en clave humorística, Mansilla habla con el indio Puitrén con un abundante uso de gerundios, y demuestra las dificultades que tienen ambos para entenderse.[4] La voz no es la del indio, sino una impostación de alguien que no puede hablar un castellano fluido y que se comunica en forma rudimentaria. Y Mansilla se pliega a este lenguaje, para poder ser comprendido por el indio.
El valor de este pasaje no reside tanto en este juego de voces, que aspira más a la comicidad que a otra cosa, sino a la variante que introduce Mansilla al final de la causerie de ese jueves (la segunda de las cinco que componen la historia del fusilamiento del caballo): apenas termina este diálogo, Mansilla recuerda uno similar, pero de una obra de Molière (“Médecin malgré lui”, El médico a palos), y lo introduce en su lengua original, el francés. Un código encriptado para sus lectores cultos (ese selecto nosotros de Entre-nos), que hace que los términos sarmientinos de barbarie y civilización se acerquen insospechadamente. La literatura se mezcla con la oralidad, el lenguaje culto (ni siquiera el español ‘correcto’, sino el francés, con todo lo que esta cultura connota en la historia argentina, además del necesario bilingüismo) con el castellano más rudimentario y la frontera se mete en el ‘salón’. Mansilla llega a una conclusión que busca la comedia, pero que también es la síntesis de todas estas mixturas: “Decididamente, en las fronteras del matrimonio hay indios” (127).
Al jueves siguiente Mansilla va a condensar este concepto de la mixtura de culturas que se da en la frontera con la figura de un “boticario, mazorquero, francés, imperialista y compadre de su compadre [el cacique Mariano Rozas][5]” (131), un personaje de muchas “ínfulas”, aunque con un problema de dicción que Mansilla se encarga de analizar en profundidad, con las evidentes dificultades y limitaciones que presenta el discurso escrito, en contrapartida con el discurso oral que usa el propio general. Así, el secretario se ve obligado a transcribir[6] frases tan difíciles de comprender como “las r r ruedan, y la calle retumba” (135, cursiva en el original). El boticario forma parte de una enorme digresión que olvida la situación de frontera, pero que al mismo tiempo la mantiene latente en estas dificultades de comunicación y en esta mixtura de un espacio que se presenta como heterogéneo cultural y lingüísticamente, tal como se podía observar en La ida de MF.
La frontera entendida como límite tampoco funciona como tal: la sorpresa y la indignación de Mansilla ante la novedad de que la plaza estaba llena de indios que iban y venían ‘en son de paz’ (124-125) es un signo de que este espacio es multicultural y compartido, que es una ficción conceptual creer que de un lado están los indios y del otro, la patria, y que la frontera como sistema complejo de relaciones implica no sólo a indios y militares, sino a este general/escritor, a la cultura francesa, a la autóctona de cada tribu, y a un híbrido de culturas que tiene sus apoteosis en los diálogos inconexos que Mansilla mantiene con cada uno. Hacerse entender es la clave en esta frontera que se narra de soslayo, que se cuenta no sólo entre digresión y digresión, sino en el propio relato de estas digresiones. David Viñas señala el fin de la literatura mansillesca en una frase del propio Lucio Victorio hacia el 1900: “Demasiados inmigrantes en Buenos Aires. Invaden todo” (s/f: 9). La seducción de su literatura íntima, del ‘entre nos’, no puede ante un público masivo y heteróclito. En la frontera, Mansilla logra el prestigio (143) a partir de mandar a matar un caballo y de que esta noticia circule, de que sea ‘famosa’, lo que aparece más como una estrategia para seducir a sus soldados que como una crueldad excesiva de un temerario general (en especial, a partir de la clave humorística con la que está contada). El de la frontera es un mundo pequeño, una sinécdoque a mínima escala de lo que será la gran urbe de principios de siglo, que, siguiendo a Viñas (Ibíd.), brinda el lugar para que “la imaginación de los grandes gentlemen” pueda seducir; en la ciudad multicultural, será “el momento [de] las exacerbadas agresiones” de la alta clase literaria. En su relato de frontera, la digresión resulta un juego, una humorada, tal como lo son las caricaturas de Stein sobre la anécdota. En este contexto de ‘caos controlado’[7], Mansilla se permite el siguiente planteo: “¿Escribir no es un arte y un juego? Déjenme entonces entretenerme y triunfar con ustedes” (140). Como dicen Iglesia y Schvartzman, “[l]a indiscreción y la digresión son los dos elementos con los que Mansilla combate al aburrimiento de sus lectores y el suyo propio” (1995: 13). En esta frontera multicultural, el Mansilla escritor encuentra una fuente inagotable de anécdotas que sirven de hilo conductor de sus desvaríos y devaneos intelectuales y conversacionales, y a través de ellos alcanza a describirla, sin detenerse en ningún momento a realizar una impresión mimética del lugar.
Tal como en La ida de MF, en la frontera no es esencial mostrar cómo se compone el campamento, quiénes son los actores, dónde se ubican los indios y cuáles son las estrategias de defensa. Lo importante es destacar un espacio en que se da el choque de culturas, una socialización que no es sólo entre rivales, sino también entre pares que resultan disímiles, en medio del proceso de consolidación de una patria que aún no acaba de conformarse como nación. El sentido de pertenencia y de identidad se está gestando, y esta construcción se pone de relieve en el contacto con el otro. La frontera es, entonces, un lugar desestabilizador en el sentido más amplio de la palabra, un espacio en el que el encuentro de culturas obliga a cada individuo a hallar su lugar. En esta ardua tarea, el afán de la comunicación y la búsqueda por un lenguaje común hacen que tanto Hernández como Mansilla exploren la situación de diálogo entre dos o más culturas distintas, y en un país que está próximo a ser poblado por los más disímiles inmigrantes, este acercamiento cultural que se plantea en la frontera con el indio resulta un interesante preámbulo del ‘desorden’[8] cultural que se avecina.
Fuentes y bibliografía
Borges, Jorge Luis (1988), “José Hernández: Martín Fierro” en Prólogo con un prólogo de prólogos, Alianza, Madrid.
Hernández, José (1960), El gaucho Martín Fierro en Martín Fierro, Ediciones “La Pampa”, Buenos Aires.
Iglesia, Cristina y Schvartzman, Julio (1995), “Entre-nos, folletín de la memoria” en Mansilla, Lucio V., Horror al vacío y otras charlas, Biblos, Argentina.
Mansilla, Lucio V. (1963), “El famoso fusilamiento del caballo” en Entre-nos. Causeries del jueves, Hachette, Buenos Aires.
Pauls, Alan (2007), “Las causeries: una causa perdida” en Las Ranas. Artes, Ensayo y Traducción, Nº4, invierno-primavera 2007, s/d, pp. 80-88.
Sarlo, Beatriz (1979), “Razones de la aflicción y el desorden de ‘Martín Fierro’” en Punto de vista, año 2, Nº7, noviembre de 1979, Buenos Aires, pp. 7-9.
Schwartzman, Julio (1996), “El gaucho letrado” en Microcrítica. Lecturas argentinas (cuestiones de detalle), Biblos, Argentina.
Viñas, David (s/f), “Mansilla, trece hipótesis”, en edición especial de la cátedra de Literatura Argentina I-B de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
[1] En adelante, La ida de MF, en oposición a la Vuelta de MF, que no será objeto de este análisis.
[2] En las referencias a las citas de La ida de MF consignaremos solamente el número de canto y el número de estrofa, para hacer más fácil su rastreo en las distintas ediciones. Aquí trabajamos siempre con la versión que se cita en el índice bibliográfico.
[3] En el habla popular actual, hablar ‘en cristiano’ no implica un lenguaje religioso, sino justamente hacer uso de un lenguaje accesible a cualquiera, un lenguaje que sea compartido por la comunidad, aunque ésta esté compuesta de cristianos, católicos, ateos, judíos, etc.
[4] No parece de mayor utilidad recuperar todo el diálogo; éste se encuentra en Mansilla (1963: 126-127).
[5] El cacique bautizado en honor a su tío Juan Manuel de Rozas también condensa el sentido de la mezcla de culturas: un líder indio, la política argentina y su propia familia, marcada por esa z del nombre Rozas, consecuencia del linaje familiar, en oposición a la grafía oficial.
[6] Entendiendo la lógica que existe en la relación entre Mansilla y su secretario, y sin suponer que el texto escrito pertenece al secretario, sino que es un complejo entramado entre la voz, la escritura y “la figura del dictado” (Pauls, 2007: 84). Sobre este tema, ver Pauls, 2007.
[7] Entiéndase por esto una frontera (un límite) en la que los indios van y vienen, donde la violencia de género es tomada con cierto humor (aunque castigada) y en la que las mayores preocupaciones son el saludo negado de un boticario y el fusilamiento de un caballo para ganarse el respeto de propios y extraños; es decir, la visión que Mansilla nos ofrece de la frontera de Río Cuarto.
[8] Evitando la connotación negativa que, a nuestro modo de ver, injustamente carga esta palabra.