La inquietante calma del pueblo
Federico Falco fue seleccionado por la revista Granta como uno de los «22 mejores narradores jóvenes en español» en el año 2010.[1] Es conveniente sacarnos de encima rápido este comentario, porque parecería estar prohibido hablar de Falco sin mencionar este hito en su carrera, como si sus libros necesitasen de la consagración internacional para poder decir que son «buenos», como si no bastase con leerlos para descubrirlo por uno mismo. Y realmente es muy sencillo encontrar en pocas páginas una importante serie de razones para decir que Federico Falco es un buen escritor, que está haciendo un proyecto literario digno de ser reconocido y, sobre todo, leído. Oriundo de General Cabrera, Córdoba, tal vez su primer mérito dentro de la Nueva Narrativa Argentina sea ése, el haber nacido en un lugar distinto de Buenos Aires, el no haber circulado por las calles de Palermo en su juventud, el no escribir para un mundillo literario con epicentro en Puan. No es el único, claro: aquí, sin ir más lejos, hemos leído a la entrerriana Selva Almada y a los patagónicos Gonzalo Álvarez Guerrero y Florencia Werchowsky, por citar algunos ejemplos. Pero en este caso vamos a hablar de Falco como representante de un movimiento literario importante de la provincia mediterránea que funciona en paralelo al de Buenos Aires, sin sentirse «una literatura menor» y a la vez, sin medirse según la vara porteña. Entre sus representantes se cuentan el propio Falco, Luciano Lambertini, Eugenia Almeida, Natalia Ferreyra y Bob Chow, por ejemplo, y se podría incluir al chaqueño Carlos Busqued, que sitúa su ya famosa novela Bajo este sol tremendo a mitad de camino entre ambas provincias.
Un cementerio perfecto, en este caso, es un libro que reúne cinco cuentos «de provincia», y más que «de provincia», «de pueblo». Esto se descubre en la trama, con evidentes locaciones en pueblos de las sierras, pero sobre todo con el tono de la narración, a través de las voces de los personajes, de la pausa y la calma con que se describen los detalles, con las conversaciones de pocas palabras, los problemas que aquejan a quienes aparecen en cada una de las historias, que son distintos a los de las grandes ciudades. No hay costumbrismo en los relatos de Falco, ni tampoco condescendencia, sino más bien todo lo contrario: lo que sucede en las historias inquieta, estremece, aunque el tono nunca es grandilocuente, oscila entre la serenidad y la parsimonia y algunos mínimos destellos de sorpresa, como unos pequeños signos de exclamación que el lector debe ir descubriendo a medida que avanzan los relatos. Las temáticas son simples: un hombre que abandonó a su esposa y al pueblo y que vive solo, en la sierra; una púber enamorada de un mormón, a quien persigue por todo el pueblo; un ingeniero que llega a un pueblo convocado por el intendente local para construir un «cementerio perfecto» para su padre, de 104 años; un hombre que está por perder su casa y su bosque de pinos, lo que lo obliga a intentar casar a su hija; una historia japonesa con una viuda observando todo desde su casa. Lo que no es simple es la construcción de cada una de esas historias, donde proliferan los detalles, las imágenes elaboradas y pensadas, la terminología específica, el uso de sinónimos y, sobre todo, los silencios. Siempre que se habla de escribir, uno imagina un trabajo «artesanal», pero al leer a Falco uno puede comprender todas las dimensiones de ese término, se puede imaginar al autor yendo a consultar una enciclopedia de botánica para hablar del árbol o la flor correcta, se puede intuir su mirada evaluando un terreno yermo en el que podría elevarse el cementerio que dibuja con palabras.
En el medio de esa tranquilidad, de esos relatos que exudan belleza a través de la calma de la naturaleza, lo inquietante. Insistimos: estos no son relatos de provincia, esto no es costumbrismo alla Güiraldes y su Don Segundo Sombra. Ya había quedado demostrado en su nouvelle Cielos de Córdoba (ed. Nudista, 2011), donde un chico de 12 años comenzaba a experimentar su despertar sexual en todos los modos posibles, mientras su madre agonizaba y su padre perdía cualquier tipo de cordura. Casi como una continuación (¿o una perfección?) de ese relato, en Un cementerio, la nouvelle «Silvi y la noche oscura» se lleva todos los aplausos en el paso de una niña de mamá, devota de Dios, a una adolescente calenturienta, que avanza rauda y torpemente en busca de su amado Steve, otro jovencito con el que sueña realizar todo lo que el sexo promete, aunque no sepa muy bien de qué se trata, del mismo modo inocente y a la vez bestial en el que procedía el Tino de Cielos de Córdoba; dos personajes construidos con una delicadeza que los exhibe permanentemente mintiendo, buscando placeres ocultos que desconocen, intentando crecer a ciegas, sin entender muy bien cómo se hace, apañados ambos por narradores que no se meten en el relato, que felizmente no opinan y que ni siquiera introducen guiones de diálogo, no por «disruptivos», sino porque verdaderamente no hacen falta, porque las frases son siempre tan cortas y tan bien dichas que no es necesario incluir modalizadores ni comentarios acerca de la voz de los personajes.
Entre «Silvi y la noche oscura», «Un cementerio perfecto» y «La actividad forestal» hay material suficiente para elaborar un ensayo sobre lo no dicho, sobre la sutileza de la narración. Sin caer en simbolismos, Falco abre un mundo de significaciones casi sin proponérselo, porque nunca cierra las posibles lecturas, no define las situaciones ni a los personajes, sino que los deja actuar libremente, permitiendo al lector vivir la situación de lectura casi como si estuviese respirando el aire de pueblo que respiran los propios personajes. Entre tanto libro nuevo que se escribe con plena consciencia de los distintos niveles de lectura que podría tener lo narrado, Un cementerio perfecto no parece ocuparse de cuáles posibles lecturas habilita, lo que lo hace mucho más original y honesto en su relato.
Un pedacito de Un cementerio perfecto:
¿Te acordás todo lo que hacía yo allá en el pinar?, decía entonces el viejo Wutrich. Los repiques, el desramado, desmalezar en invierno, controlar los incendios en verano.
Mabel se miraba las uñas, con los dientes se mordía un pellejito.
¿Y te acordás la vez que se metieron esos cazadores cerca del arroyo y prendieron fuego?, decía el viejo Wutrich. Menos mal que vos viste el humo. Lo apagamos justo antes de que empezara a correr, sino yo no sé qué hubiera sido. ¿Y te acordás la vez que se nos perdió la cabrita morena y subimos a lo más alto a ver si la encontrábamos y nos agarró la noche cerca del filo?
Me acuerdo, yo era chica, decía Mabel.
¿Te acordás cuando íbamos a vender los zapallos al pueblo y se nos rompió la bolsa y los zapallos salieron a los saltos, justo en la bajada de Stucky, y vos corriste a juntarlos y yo te gritaba ¡atenta al precipicio, Mabel, atenta al precipicio!?
Mabel sonreía.
Mirá que hemos hecho cosas juntos nosotros dos, decía entonces el viejo Wutrich y con la mano palmeaba a Mabel en el hombro.
Mirá que hemos hecho cosas juntos, volvía a decir y se quedaba callado.
¿Fue con vos que plantamos los pinos?, preguntaba después de un rato.
No, papá.
Tirábamos un alambre y donde caía la marca, había que hacer el agujero y ahí iba un pino. Si tocaba piedra o pendiente muy pronunciada, se saltaba la marca y se seguía, siempre bien en hilera. ¿No fue con vos que lo hicimos?
No, papá. Eso fue mucho antes de que yo naciera.
El viejo Wutrich asentía y se quedaba mirando las vetas blancas en el linóleo del piso.
Cuatrocientos cincuenta mil pinos, decía. Los llevábamos de a caballo. Y después, todos estos años.
Está bien, papá, le respondía Mabel. No pienses en eso. ¿Usaste la pileta? ¿Fuiste al cine a ver alguna película por lo menos?
Fui una vez, pero no se escuchaba nada. Después fui de nuevo y habían suspendido la función.
¿Y a la pileta no te metiste?
No, todavía no.
¿Por qué?
El viejo Wutrich se encogía de hombros.
Todos esos pinos ahí arriba, decía, creciendo tan lentos que uno ni siquiera podía darse cuenta.
Págs. 140-141, «La actividad forestal»
[1] La lista incluye a otros argentinos, como Oliverio Coelho, Matías Néspolo, Andrés Neuman, Lucía Puenzo, Samantha Schweblin y los ya comentados en este espacio Patricio Pron y Pola Oloixarac. De más está decir que, como toda lista, es arbitraria, ecléctica y dispareja. Lo raro es que Falco parece ser el único que es mencionado siempre con el rótulo de ganador de este premio…