Las narraciones del eterno escape hacia adelante
En esta sección somos fans del azar y de los caminos sinuosos por los que nuestras lecturas nos pueden llevar. Así fue cómo llegamos a leer a Carla Maliandi sin saber nada sobre ella, excepto lo que aseguraba la contratapa de La habitación alemana y alguna que otra reseña: que en realidad es dramaturga, que ésta es su primera novela, y sobre todo, que es de 1976, nacida en Venezuela, criada en Alemania y de nacionalidad argentina; es decir, hija de exiliados. El tema combinaba perfecto con la novela de Laura Alcoba que leímos hace unos meses, El azul de las abejas, porque también se estaba leyendo la literatura de una hija de exiliados que se crió en el exterior. La habitación alemana en principio explora ese tema —y esto también lo sabíamos antes de empezar a leer—, porque en el comienzo trata de una mujer yendo sin motivo aparente a Heidelberg, el pequeño pueblo alemán en el que vivió sus primeros 5 años. Desde la primera página habla de una casa llena de «filósofos latinoamericanos», de la ansiedad por aquel «viaje de vuelta a Argentina», en fin, de la vida de exiliados que se pudo ver en la novela de Alcoba o, en cine, en La culpa es de Fidel (La faute à Fidel!, Julie Gavras, 2006).
Sin embargo, al dar vuelta la página esa historia de exilio se ha olvidado, y todo lo domina la poderosa narrativa característica de la «Alt Lit», es decir: personajes que deambulan sin estar seguros de nada, completamente faltos de emoción; tramas que cambian en cada oración; encuentros fortuitos; casi nula consciencia o sentido moral… Es un estilo que ha cautivado a muchos a nivel internacional (tal como observamos aquí) y a tantos otros a nivel local, con la literatura y el cine de Martín Rejtman como mayor exponente, y sobre quien ya hemos escrito aquí. Para no quedarnos en la llaneza de decir simplemente que no nos gusta esta literatura —aunque es la pura verdad—, comentemos al menos qué es lo que sucede en la novela de Maliandi: una mujer de unos 35 años arriba al pueblo alemán donde vivió su más tierna infancia escapando de Buenos Aires y de su ex, aunque nunca queda del todo claro qué era lo que hacía en Buenos Aires ni por qué se separó de su ahora ex. Llega con poco dinero y sin ningún plan, y se va a vivir a una pensión para estudiantes, haciéndose pasar por uno de ellos (todos son más jóvenes que ella y estén anotados en algún curso de la universidad). La narradora (como no podía ser de otra manera por estos días, la historia está narrada en primera persona y la narradora no tiene nombre) sale a desayunar y cuando vuelve, ya hay alguien que la está esperando: Miguel Javier, un tucumano que quiere hablar con ella por el solo hecho de ser una compatriota. Luego conoce a otra chica de la residencia, una japonesa de nombre Shanice (sí, todos los nombres son inverosímiles) que parece muy extrovertida y alegre pero que no lo será tanto. Bien hacia el comienzo nos enteramos también —junto con la narradora—, que vino embarazada desde Argentina.
No queremos pecar de spoilers, como se suele decir ahora, pero la trama avanza en forma constante con nuevos personajes que van apareciendo y desapareciendo, con explicaciones que se repiten del tipo «los japoneses son misteriosos, no hay que entender» y con una extrañeza constante que, suponemos, causará gracia a alguna clase de lector (que no somos nosotros, claro está, pero sí lo son los fans de Rejtman y cía.). Lo único que permanece es la inexplicable voluntad de la narradora de quedarse en ese lugar, pese a que Miguel Javier —el miembro del CONICET que parece ser la única voz racional de la novela— le sugiere que lo más lógico sería regresar a Buenos Aires y a su vida, y acomodarse para tener a su hijo, tal vez yendo a buscar al padre. Más allá de que entendemos que no estamos ante una novela propia del «realismo», o sí, que estamos en lo que Graciela Speranza definió como «realismo idiota» (no es despectivo; llama así a un realismo desprovisto de emoción, que describe el mundo cotidiano y su banalidad), hay formas de narrar que tuvieron su valía al menos por su originalidad, pero a más de 20 años de la literatura de Rejtman —y con más de 100 libros publicados por César Aira, más allá de que creamos que él hace algo distinto—, repetir la fórmula no parece ser una salida muy eficiente para contar la banalidad del mundo.
Es por ello que forzaremos la lectura para atarnos al tema que nos interesó en un primer momento y ver qué nos cuenta Maliandi en La habitación alemana sobre la cuestión, aunque más no sea por omisión. La narradora viaja hacia el mundo que vivieron sus padres recién escapados de la Argentina, cuando su edad era menor incluso a la que hoy tiene la narradora y su madre estaba embarazada como ella. Luego aparece Mario, un ex compañero de exilio, que se convierte en personaje central. Es decir, el exilio no aparece «oculto», e incluso se habla explícitamente de él: «Luego, siempre, recordaría esos años en Alemania como uno de los más felices en su vida», dice sobre su madre Sin embargo, en el relato se evita dar demasiadas vueltas sobre eso, no hay reflexiones sobre el recuerdo o el olvido, sobre el tiempo pasado allí, sobre la vida de sus padres, sólo un puñado de comentarios aislados. La incertidumbre de su presencia allí, de su futuro, de su historia personal, la narradora lo escamotea. Nadie sabe que está en Alemania, en ese no-lugar, y ella se pregunta cuánto tiempo más puede pasar así, «desaparecida» de todo el resto. Vivir en la pensión es «como no estar en ningún lado, como estar sola pero con mucha gente» describe la narradora, y entendemos que lo que está haciendo va un poco más allá de la práctica Millenial de «dejarlo todo y viajar». Puede que su mirada sobre el mundo sea «idiota» en el sentido de que lo observa desde su más llana simplicidad, sin significaciones ulteriores, pero no deja de resonar en toda la novela ese escape hacia el pasado emulando la historia de sus padres, y en especial, de su madre, que también estuvo en ese pueblo al que no pertenecía, detenida en el tiempo y sin saber qué hacer, con la única certeza de que el tiempo avanzaba porque su panza crecía. La mirada que Maliandi ofrece sobre el conflicto es lateral, centrada sobre todo en lo no dicho, en lo insinuado permanentemente por el espacio que envuelve a la protagonista y esa sensación de amargura tras haber desaparecido de Buenos Aires sin más, de un día para el otro, con miedo a abrir sus correos para enterarse de cosas que no se quiere enterar. La habitación alemana lejos está de ser una fábula o una alegoría, pero entre tanto avance de trama sin destino, entre tanto supuesto humor amargo, a algunos más nos vale buscar algún tipo de raciocinio que le dé espesor a este relato que si no, sería apenas una copia de cualquier otra obra de Rejtman.
Un pedacito de La habitación alemana:
Cuando termina su clasificación la señora Takahashi está exhausta pero su rostro ha cambiado, se la ve más joven y vital. Hemos puesto todo en cajas y ahora se supone que debo llevar todo eso a mi habitación. Ella dice que irá a su hotel a descansar un rato y que me pasará a buscar a la tarde para tomar el té. No sé cómo agradecer este enorme regalo, me siento rara, un poco incómoda. La señora Takahashi sonríe y me dice que lo que no quiera guardar lo regale o lo tire y se va dando pasos cortitos y apurados. Golpeo la puerta del tucumano para pedirle que me ayude a cargar las cajas. Me abre con un libro en la mano y un lápiz en la boca, sigue vestido con el traje pero está descalzo. Me dice que lo espere, que ahora viene. Unos minutos después sale de la habitación con el pelo mojado peinado hacia atrás, se puso zapatillas y se lo ve contento. Corre por el pasillo delante de mí como un chico que va a buscar los regalos que dejaron los reyes magos cuando todos dormíamos.
Pág. 55