KENTUKIS (2018), de Samanta Schweblin

Schweblin, Samanta – Kentukis – Literatura Random House – 224 págs

EL FUTURO NO ES COSA ALEGRE

Hace mucho que no publicamos sobre literatura argentina contemporánea aquí, pero eso no implica que hayamos dejado de leerla: todo lo contrario, leemos tanto o más que antes, sólo que ahora nuestras lecturas no son comentadas (excepto algunos apuntes breves en Instagram).

Ya sin el marco de nuestro proyecto de Nueva Narrativa Argentina en 4 párrafos, volvemos al ruedo para comentar la nueva obra de una autora que ya leímos: Samanta Schweblin. Y es sobre un libro reciente, y furor: Kentukis.

Con esta novela distópica publicada hace unos meses (octubre de 2018), Schweblin confirmó todo lo que suponíamos. Lo primero, que es la autora-boom de la literatura argentina, con cada vez más difusión en nuestro país, y, sobre todo, con más difusión a nivel internacional. Lo segundo, que es una sólida escritora, capaz de crear mundos ominosos y opresivos tanto en pocas páginas como —ahora lo demuestra—, en obras más extensas. Lo tercero, que es una gran exponente de que las literaturas nacionales ya no existen, y que la literatura actual es global, legible (y vendible) tanto en Buenos Aires como en Madrid, Bogotá, Nueva York, Tokio o la Polinesia.

Ahora, a demostrar estas hipótesis en el libro.

Entender qué son los kentukis es sencillo. ¿Se acuerdan de «fonzo», el amigable peluche que regalaban en la escuela de Los Simpsons? (Para los que no saben de qué estamos hablando, pueden ver el capítulo completo aquí). Bueno, imaginen que en vez de espiar a los niños a través de un pizarrón/cámara Gesell, los propios fonzos tuvieran una cámara en sus ojos. Así son los kentukis: unos peluches adorables, con formas animales (pueden ser topos, conejos o cuervos), con autonomía pero sin habla, y con una cámara en el fondo de sus ojos. Lo novedoso es quién está detrás de esa cámara: ya no son empresas buscando obtener datos de la gente para maximizar sus ganancias, sino otros consumidores, que en lugar de tener un kentuki eligen ser un kentuki. Un kentuki se parece a un fonzo sobre todo en lo siniestro entendido como lo explicó Freud hace cien años: algo que luce familiar (un peluche), pero que deja entrever algo que no lo es (lo no-familiar no es el hecho de ser espiados, sino el misterio de saber quién está del otro lado de la pantalla, ante quién nos estamos exhibiendo).

Este disparador es suficiente para sostener múltiples relatos que se entrecruzan a lo largo de 224 páginas y que involucran a distintos usuarios de kentukis en diversas partes del mundo. La voz narradora omnisciente se limita a narrar las percepciones de cada uno de estos usuarios, sin comentar nada, sin unir historias, sin atar cabos, sin presentar siquiera una introducción y un final. Todo eso queda a cargo del lector, que —es justo decirlo— seguramente dé más de un bostezo durante la lectura, preguntándose si esta reversión del futuro no sería más llevadera en un capítulo de Black Mirror de una hora que en toda una novela.

A lo largo del libro se cuentan historias como la de Alina, mendocina que vive en Oaxaca (México) con su novio-artista sueco tiene un kentuki; Marvin, que vive en Antigua (Guatemala) y es un kentuki en Suecia; Enzo, italiano de provincia, que tiene uno; Emilia, mujer jubilada de Lima, que es un kentuki en Alemania; Grigor, croata, quien desarrolló una nueva profesión: dealer de kentukis. Kentukis, sin embargo, es un libro sin personajes principales: no importan tanto sus historias como mostrar el avance de los kentukis en la sociedad. No se trata de ver qué sucede con cada uno de ellos con los bichitos, sino de entender qué es lo que le sucede a la sociedad globalizada ante el avance de esta nueva tecnología. Para ello, resultan aciertos algunos elementos que permiten el avance de la narración: la numeración de los kentukis hace que el lector pueda ver qué tan rápido se reproducen; el correlato televisivo va marcando hitos de la inserción de los peluches en la sociedad; el desarrollo de nuevas profesiones y de nuevas prácticas entre usuarios y consumidores da cuenta de cómo se asimilan los kentukis. Finalmente, el gran acierto es la temporalidad: todo el relato transcurre en no más de un año (no hay precisiones, pero algunos indicios permiten suponerlo): ese sería el tiempo que nos toma acostumbrarnos a una nueva tecnología, conocerla, exprimir todas sus posibilidades, y abandonarla, como sucedió primitivamente con los Tamagotchi, o como pasó con el fenómeno y rápido ocaso de Pokémon GO.

Otro elemento fundamental es que los kentukis funcionan como un celular: se cargan a la corriente y trabajan con 4G. Es decir que toda la tecnología que usan está disponible hoy: no se trata de un futuro lejano o distópico, no es ciencia ficción, sino que es algo que puede suceder mañana mismo, muy parecido al concepto de «ciencia ficción actual» que usé para categorizar a No alimenten al troll (2012), de Nicolás Mavrakis. Ante este panorama, no podemos dejar de reconocer que Kentukis nos interpela constantemente y pone en cuestión la relación que tenemos actualmente con la tecnología, que incluye nuestra condición bidimensional de superstars y voyeurs en nuestras redes sociales, donde cada uno elige si quiere ser kentuki o si quiere tenerlo. La frase célebre de Andy Warhol («En el futuro todos seremos famosos por 15 minutos»), reversionada: «Todos somos famosos para 15 personas». Hoy, que vivimos la mitad de nuestras vidas a través de distintas pantallas, Kentukis es un libro que retrata como pocos este mundo actual, aunque lo hace a través de una paradoja: leemos un libro en papel para salir de las pantallas y él nos hace volver a entrar en ellas.

Ahora sí podríamos decir que estamos viviendo en el futuro que tanto desvelaba a escritores y cineastas en los años 50 y 60, y este futuro se parece menos al de los Supersónicos que al del Gran Hermano de 1984, sólo que en lugar de existir un Estado que todo lo ve y todo lo controla, el observador estalló en miles de pedazos, y todos somos los observadores, cada uno de nosotros resulta ser un homo videns, como Giovanni Sartori lo anunció viéndonos mirar televisión durante los 90. Si la vista es el sentido privilegiado desde siempre, y si la ciencia avanza gracias a su habilidad de expandir y potenciar este sentido (la ciencia es, ante todo, observación, y el telescopio y el microscopio y sus derivados permitieron grandes avances), hoy estamos en un estadio superior al de La ventana indiscreta de Hitchcock: ya no miramos lo que hacen nuestros vecinos a través de un telescopio o un largavistas que se mete por las ventanas: ahora metemos nuestras cámaras dentro de las casas de personas remotas, disfrutamos de ver su más profunda intimidad, un vouyerismo que parte del principio de realidad en el que nada debe ser actuado: no queremos ficción, queremos meternos en las entrañas del ser humano, qué tenemos en común con toda nuestra especie. ¿Estamos viendo de más y tolerando todo? ¿Cuánto tiempo más vamos a esclavizados así, refugiados en nuestra soledad, con nuestra tortura de TV (kentukis, celulares, redes sociales)? Ya lo dijeron Los Redondos al hablar de otra droga: la dicha no es cosa alegre, y el futuro —que llegó hace rato—, tampoco.

Un pedacito de Kentukis:

Nunca había visto porno con viejos. Se estiró hacia el escritorio y tanteó su teléfono. Tampoco se le había ocurrido buscar porno con kentukis. Abrió el explorador y buscó «porno», «viejo», «pija», «kentuki». Obtuvo más de ochocientos mil resultados. ¿Había realmente tanta gente cogiendo con kentukis? ¿Podía hacerse una cosa así? Eligió uno al azar y mientras el video se cargaba apoyó su espalda en el borde de la cama, alzó al Coronel Sanders [su kentuki] y lo puso sobre sus piernas cruzadas. Lo giró para que pudiera ver en el mismo sentido que ella, y calculó qué tanto debía alejar su teléfono para que los dos pudieran mirar bien. En la pantalla una chica corregía la cámara que estaba sobre la cama. La chica se acostó, tenía las tetas tan grandes que se le iban para los costados. Se estiró para alcanzar algo de la mesita de luz: era un kentuki, aunque llevaba adheridos demasiados accesorios y resultaba difícil saber qué animal era. Le habían clavado un cuerno fluorescente entre los ojos. Una gran pija de látex negro colgaba de la panza del bicho, atada con una faja. Y donde iría el culo –si esos bichos tuvieran culo–, le habían pintado de rojo un gran corazón. ¿Sabría el quien-quiera-que-fuera de ese pobre bicho lo que le habían hecho? ¿Le entraría en cámara la pija de látex? Entonces el colchón tembló, sacudió a la chica y al unicornio pijudo y un viejo desnudo entró a cámara gateando por la derecha. Alina pausó el streaming. No sabía si quería ver lo que seguía, pero acababa de ocurrírsele con todo detalle algo que la sacaría finalmente de su malestar. Tomó una de las banquetas de la cocina y la llevó al medio de la habitación. Puso encima una botella y un bol. Sobre el bol calzó al kentuki, cabeza abajo. Buscó su teléfono y lo apoyó contra la botella, a modo de atril. Hizo algunas correcciones para asegurarse de que el kentuki viera perfectamente, acercándolo hasta que no hubiera nada más que ver. Entonces volvió a hacer correr el video. Todavía quedaban treinta y siete minutos de acción, y no había ningún lugar adonde escaparse.

KENTUKIS (2018), de Samanta Schweblin